Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Estela de Carlotto ha sido distinguida Honoris Causa por la Universidad Degli Studio de Roma Tre. Porfiadas, tenaces, linternas alumbradoras, estas madres abuelas constituyen un ejemplo sostenido para este mundo tan a disposición de la desmemoria. Ni hablemos de la Argentina. Las Madres Abuelas ya han recuperado 132 nietos, muchos de ellos que estaban afanados desde la placenta. Lo han conseguido merced a la perseverancia, sin tirar un solo tiro, sin arrojar una sola piedra, sin exhibir guillotinas, ni bolsas fúnebres, ni cadalsos. Pura perseverancia, puro amor lo de ellas.
Nos envuelven las tinieblas en estos tiempos en los que según los dichos de una ministra de la nación, el que quiera andar armado que ande armado; en tiempos en los que pululan los monicacos y monicacas que desde la constancia del odio, se disfrazan cada día de antárticos, de aviadores, de lo que venga; la cuestión es jugar a los comboys. Ridículos. Encima cometen el sacrilegio de comparar el terrorismo de Estado con la violencia de los que eligieron el extremo camino de la armas. Aquí no hubo una guerra. Los perpetuos muertos sin sepultura no se pueden comparar con los otros muertos, A unos se les puede llevar una flor a sus sepulturas, a los otros ni eso, ni nada.
La distinción a la Madre Abuela Estela de Carlotto abarca todas las madres Abuelas. Van quedando poquitas, pero muchas de ellas pasaron los 90 años de su edad y se asoman a los cien: lúcidas, hicieron de los insomnios una rutina. Nuestra democracia, tan endeble, tan socavada, tan a merced de los desvaríos, a las madres Abuelas le deben muchísimo. ¿Qué dijo Estela al recibir la distinción? Dijo que el compromiso continúa. Que seguirán buscando a los más de 300 nietos que viven con su identidad vulnerada”.
Prometió seguir buscando, esta conducta es admirada en el mundo entero. Podremos o no conquistar la próxima copa del Mundial de fútbol, pero del podio de los derechos humanos conquistados por las Madres Abuelas, nada, nadie nos baja. Las abuelas de los pañuelos blancos, tan reiteradamente propuestas para el premio Nobel de la Paz, merecen el sol que cada día nos alumbra. Nuestras porfiadas Madres Abuelas no le aflojaron, no le aflojarán en la búsqueda de sus nietos y nietas robados de identidad por aquella dictadura que desnucó la condición humana: primero, tortura mediante, violaban las vidas. No les era suficiente. Después violaban las muertes, negando hasta la identidad en la sepultura. Tampoco les era suficiente. Finalmente, además, como yapa atroz, afanaban criaturas de cuajo, arrancadas en el mismo umbral de los vientres.
Quedan por encontrarse más de 300secuestrades en su identidad. Todos, seres que todavía no saben cómo se llaman. Ellas lo han expresado con insuperable síntesis: “Pero seguiremos buscando”. Seguirán siendo parteras. Parteras de la memoria. Ellas no se rinden, tejen los días y tejen las noches con la ciencia de la paciencia. Cada identidad recobrada es un parto, es un nacimiento, es la mejor noticia.
Estas prodigiosas parteras nos vienen enseñando –con hechos, sin palabrerío de ocasión– que la paciencia es lo contrario de la resignación. Que la tan basureada memoria no es retroceso, es semilla de futuro. Tienen, ellas, el mejor, el más arduo optimismo: el optimismo de la memoria.
No nos demoremos, y pronto descorchemos las botellas. Es tiempo de brindar por estas luminosas ancianas que tienen por costumbre arrimarse a los cien años de su edad. ¡Salud! ¡Y que vivan las prodigiosas parteras!
Sí, momento de brindar por esas Madres Abuelas que fueron la última cornisa de la dignidad en una sociedad, en su promedio, cómplice por su indiferencia. Indiferencia activa, conciencia digestiva.
Para acompañar el brindis reanudo una plegaria al revés –plegaria de intemperie–, que me nació como posdata de mi libro Madre Argentina hay una sola (Sudamericana, 1999). Más de una vez leímos esa plegaria sobre escenarios, con las voces de María Rosa Gallo, Alicia Berdaxagar, Liliana López Foresi, Juan Leyrado, Titina Morales, Rafael Rodríguez, Miguel Ángel Solá, Luisa Kuliok… Aquellas voces, estas voces ahora mismo nos alientan para alzar esta plegaria que propone interrogantes reflexivos:
–Permiso, Memoria. Permiso, Conciencia.
¿Qué sería de nosotros si Ellas, las Madres Abuelas, no existieran?
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas no hubieran salido
a alumbrar la más eterna de las noches?
¿Qué sería de nosotros? ¿Qué?
¿Estaríamos de pie? ¿Estaríamos en cuatro patas?¿Estaríamos?
–Ellas nacieron para semillar semillas.
Ellas nacieron para resucitar lo desaparecido.
Ellas gritan con el alarido y gritan con el silencio.
Pueden desentenderse del hambre y del frío y del dolor.
Supieron, ellas, convertir a la intemperie en abrigo y a la desgracia en linterna.
–Fueron la única luz que atravesó aquella demasiada noche
impuesta por los dueños de la vida y de la muerte.
Ellas se tutean con el milagro, pero no esperando a que nos caiga del cielo.
Una de dos: lo hacen o lo hacen, al milagro.
–Si el diablo mete la cola, no importa: ellas siguen a donde iban.
Si Dios no baja, no importa: ellas llegarán donde querían.
Ellas van, siempre avanzan:
van cuando van y van cuando regresan.
–Ellas, al miedo, lo dejaron sin uñas sin dientes sin aliento.
Pueden, ellas, mirar la oscuridad sin un temblor,
y pueden mirarlo al sol sin bajarle la mirada.
Tenaces, porfiadas, tercas, ellas son el templo andante
del último resto de locura que le queda al mundo.
–Salen, ellas, a cachetear a los que se esconden
en la abstinencia, en la distracción,
en el borrón y cuenta nueva.
–Salen, ellas, a darle vuelta los bolsillos a la muerte.
–No necesitan brújula, ¡para eso sus corazones!
–No necesitan sol, ¡para eso sus corazones!
–No necesitan luz ni luna, ¡para eso sus corazones!
–No necesitan escudos, ¡para eso sus corazones!
–No necesitan pensar, ¡para eso sus corazones!
–No necesitan armas, ¡para eso sus corazones!
–Salen, ellas, a cara descubierta, a buscar la gota de una arenita
en el vasto océano del desierto.
Y la lluvia les baja por pómulos hombros pechos vientres piernas.
Y el sol les seca pómulos hombros pechos vientres piernas.
Y tienen, ellas, olor a sí mismas.
–Así fue. Así es. Así será. Pero, ¿por qué?
¿Por qué ni de noche a ellas se les apaga el sol?
–Porque saben, ellas, pensar con el instinto.
Porque tienen, ellas, el optimismo de la memoria.
Porque ¡ya basta de acusar a la piedra, de la pedrada!
–Porque cuando llegue el momento de rajarle el vientre al Apocalipsis
(ese momento llegará, llegará…), ellas, justamente ellas,
serán las que hagan, hondísimo, el tajo.
No les temblará el pulso.
Y después del tajo, ellas, desde muy adentro,
le arrancarán una aurora, al Apocalipsis.
–Entonces, acunarán al nuevo día,
le arrimarán el pezón y le darán de mamar.
Y la Vida no tendrá más remedio que continuar,
por ellas, ¡las del vientre!
por ellas, ¡esposas de la Vida!
por ellas, ¡mujeres de la Vida!
–Permiso, Memoria. Permiso, Conciencia.
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas,
las Madres Abuelas, no hubieran existido?
¿Qué quedaría de nosotros si Ellas
no hubieran salido a alumbrar la más eterna de las noches?
¿Qué hubiera sido de nosotros? ¿Qué?
¿Estaríamos de pie?
¿Estaríamos en cuatro patas?
¿Estaríamos?
–Sin ellas, los puntos cardinales
no serían cuatro ni tres ni dos ni uno, ni nada.
Sin ellas, esta olvidadiza patria idolatrada,
sería un definitivo agujero con forma de mapa.
Sin ellas, de tanto tocar y tocar y tocar fondo, ¡hubiéramos desfondado el abismo!!!
–Pero ellas, porfiadas, tercas, pertinaces, ¡aquí están!
Siempre codo a codo con el sol.
Buscando buscando buscando.
Desde el insomnio dando a luz, dando luz.
Deletreando las tinieblas.
Redimiendo la placenta.
Y sembrando sembrando,
sembrando aún en el desolado abismo.