Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Bueno sería que en vez de columnas de opinión que sólo sirven para tranquilizar conciencias turbias y desmemoriadas, hiciéramos reflexión autocrítica. Voy a reanudar conceptos vertidos hace quince, hace diez años en esta columna. La situación estos años no sólo se mantiene sino que algunos aspectos relativos a la soberanía se ha agravado. De pronto nos encontramos con altísimos funcionarios que consideran a las Malvinas un pedacito de territorio descartable, que bien serviría para canjearlo, por ejemplo, por deuda externa (cada día más impagable)
Me vuelve la pregunta: ¿Qué opinarían nuestros militares ciudadanos, Manuel Belgrano y José de San Martín si vieran lo que pasó durante y después de la (des)guerra de Malvinas? Murieron algunos cientos de casi criaturas, en las islas y con el hundimiento del Belgrano. Después de esa carnicería, aquí, en este mapa patrio, se suicidaron mucho más de 400 ex soldados. Más murieron aquí, ya retornados, que combatiendo en las islas. Faltan cifras oficiales, tal el desinterés explícito que ha producido semejante tema.
Nadie puede negar que los militares de turno nos engañaron. Pero ya es tiempo de asumir que también nosotros nos dejamos engañar. Los medios de (des)comunicación, más allá de la innegable censura, contribuyeron con obsceno denuedo a desatar el triunfalismo y el derrotismo.
Por eso Memoria y balance debemos hacer de lo que nos hicieron y de lo que nos hicimos. Gracias a la desgracia de esa (des)guerra los argentinos estamos en esta especie de enclenque democracia que explotan mejor quienes hoy reniegan de ella. La mayoría de nuestros militares, luego de violar la Constitución se dedicaron a violar las vidas y a violar las muertes, de a miles. Como yapa arrojaban seres vivos al mar y además robaban criaturas, algunas desde la misma placenta. El vaciamiento y las atrocidades acontecían bajo el plan económico de un civill, un tal Martínez de Hoz que con los años encarnaría en Domingo Cavallo y en otros exterminadores que tuvieron su primer apogeo con el Señor de los Anillacos. Así fue: aquellos valientes militares de oficina se apropiaron de un reclamo legítimo para hacer una guerra tan criminal como patética. “Huyeron hacia adelante”, dijo con síntesis don Borges. A todo esto Galtieri salió al balcón y alzó la euforia de una multitud que tres días antes había sido apaleada y agasajada con balas de gomas. Galtieri, con la sinceridad que propicia el whisky, se lo confesó a la italiana Oriana Fallaci: “Tomamos las islas, pero nunca pensamos que la Gran Bretaña iba a mandarnos la flota”. Qué pedazo de corajudo el varón. De los hielos del sur no sabía un pepino. De los hielos del whisky, importado, sí.
Debemos reconocerlo en voz alta: con el aliento de los medios de (des)comunicación esta (des)guerra fue vivida, por una enorme parte de nuestra sociedad, con la banalidad de un campeonato mundial. Mientras tanto, adolescentes mal comidos, se retorcían de frío y de pánico. Fueron arrojados a la muerte. Y a la locura. Hasta que por fin la cruda verdad nos cayó en la mollera, y, y como otras veces, la euforia patria mutó en depresión. Nuestros muchachos volvieron entre sombras y tinieblas, firmando pactos de silencio, ninguneados y despreciados por conciudadanos que funcionaron como meros simpatizantes. Nuestro tan sembrado exitismo, los marginó. Depositamos en nuestros ex soldados el desprecio que merecían esos generales de oficinas que entusiasmaron a la gran mayoría, con la complicidad de, aún hoy, notorios periodistas.
¿Y qué más? Ahí están las fotos veraniegas del general Menéndez, el fugaz gobernador de Malvinas que, tras capitular, regresó sin un raspón, si una curita. Damas y caballeros: volvió perfectamente ileso. Unos seis meses después de la rendición el general Menéndez recorría en bermudas, del brazo de su esposa, la rambla de Mar del Plata. Qué poca vergüenza. Viva la Pepa y viva el Pepe. ¿Así elaboraba el duelo?
En la mitad del diciembre de 2019 pasó esto: resulta que la Argentina tenía un embajador en el Reino Unido, un cargo que supone una extremada vigilia y profesionalidad. El señor embajador en un “tuit” calificó de “máximas autoridades” de las islas Malvinas a las actuales del gobierno británico. ¡Nada menos! A este impensado reconocimiento, ¿cómo calificarlo?: ¿Metida de pata? ¿Furscio con ese? ¿Furcio con ce? ¿Furzio con zeta? Mucho más que todo eso: en esa calificación de “máximas autoridades” de las islas al gobierno británico ¿hay torpeza?, ¿hay ignorancia?, ¿hay ineptitud?, ¿hay un acto fallido? Hay ¡ayyyyyyyy!!
La declaración fue a tal punto escandalosa que por un rato consiguió el repudio unificado de representantes de las bancadas opositoras y oficialistas, (entre ellos, Guillermo Carmona, Daniel Filmus, Cornelia Schmidt, Elisa Carrió). Todos coincidieron en convocar al representante argentino en el Reino Unido para dar explicaciones. El formidable “embajador”, mientras transcurría la sesión en la Cámara Baja, difundió una carta dirigida al canciller Fauri. En ella expresaba que “lamenta profundamente las confusiones que se generaron” debidas a su “tuit”. Y añadió: “Dejo constancia que las legítimas autoridades de las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur y los espacios marítimos circundantes son el Gobierno Nacional y el Gobierno de Tierra del Fuego”. ¡Bravooo! ¡Chocolate por la noticia! (“Tarde piaste”, dijo la verdulera.)
Así es, suena a ciencia ficción semejante brutalidad. Sucedió ayer nomás ese “dejo constancia” que nos hizo retroceder varios casilleros en el juego de la geopolítica.
Pero, aunque duela, sigamos haciendo memoria. A los centenares muertos que quedaron allá lejos, se le sumaron otros cientos, muy ocultados: de a uno, decenas de ex combatientes se suicidaban. No soportaban la pesadilla de una sociedad triunfalista que aquí los fusilaba con la indiferencia. La cifra de suicidas suicidados sobrepasa los 400. Como dijimos: viene siendo tanto el desprecio por nuestros muertitos que no hay un registro oficial de estas muertes. Las noticias de estos casos fueron mezquinas: veinte o treinta líneas, y a otra cosa. Leemos en una de las pocas notas preocupadas por este asunto. La escribieron Juan Ayala y Daniel Riera para la revista Rolling Stone (abril del 2000). Allí alumbran casos que no pudieron ser ocultados. Un caso:
“Rosario, 22 de noviembre de 1999. Eduardo Adrián Paz subió la escalinata que conduce a la torre central del Monumento a la Bandera. Seis tandas de siete escalones y un descanso en cada una lo llevaron hasta el ascensor. Lo acompañaba el ascensorista. Esperó a quedarse solo. Buscó el mirador que da al río Paraná, subió al pedestal del telescopio, forzó un barrote del enrejado de alambre y se tiró desde 70 metros de altura. Se estrelló sobre la proa del monumento, bajo una frase de Manuel Belgrano en relieve que dice: “Cuan execrable es el ultrajar la dignidad de los pueblos violando su Constitución”.
“El oficial Miguel David, de la Comisaría 1º de Rosario, describe con precisión de que Eduardo Adrián Paz quedó prácticamente partido a la mitad. Tenía desprendimiento de masa encefálica y fracturas expuestas en los brazos y en las piernas, y su estómago se había vaciado. Paz tenía 38 años, era separado, padre de seis hijos, y aguardaba en el noviembre de 1999 que el Estado se dignara pagarle la pensión que le correspondía. Era un ex combatiente de Malvinas. Uno más entre los cientos que decidieron suicidarse…”
¿Suena muy dura esta crónica? Muchísimo más dura, insoportable, es la realidad. ¿Para qué volver al pasado?, se interrogan los hoy muy activos negacionistas. Y la respuesta les sale al cruce: para que el patético y vergonzoso pasado no se vuelva a repetir en los cuerpos de otros jóvenes.
Posdata. Qué curioso: las señores y señoras tan aseñoradas, que tanto se indignaron, por años, ante la sola posibilidad de debatir sobre la legislación del aborto, jamás hablan de esos otros “abortos posteriores” de jóvenes cuyas vidas fueron “interrumpidas”. Otra vez: ¿Qué dirían sobre esto nuestros militares ciudadanos Belgrano y San Martín?
Conmemoremos reflexionando: nuestros militares, desde la impunidad de sus escritorios y con la valentía del whisky importado, hicieron una des-guerra disfrazada de legitimidad. Nos engañaron. Y ojo, también nos dejamos engañar. Otra vez propongo que revisemos nuestros diarios y revistas y noticieros de hace 43 años. Porque, ciertamente, una cosa es la censura y otra cosa es el entusiasmo obsecuente.
Pero cuidado, no caigamos en la fácil confusión: cuando planteamos la responsabilidad de los civiles, no es para licuar o fraccionar la de nuestros militares por siempre gravemente ilesos. Qué lástima: ¿será que nadie les avisó que, para pasar a la historia, tenían que hacerse un control de alcoholemia?
Posdata. Otra vez: ¿Qué dirían sobre esto Belgrano y San Martín? ¿qué dirían nuestros militares ciudadanos?
Pero cuidado: Cuando planteamos la responsabilidad de los civiles, no es para reducir licuando la de nuestros militares tan pavorosamente ilesos. Hay responsabilidades –y hay culpas– que no se pueden, que no se deben fraccionar. Esto vale para los militares que quisieron pasar a la historia eludiendo el control de alcoholemia. Y esto vale para los estelares periodistas comunicadores que, más allá de la censura, obsecuentes y alevosos, contribuyeron a generar euforia. Euforia que iba a ser depresión que nos iba a venir, antes de que pasaran tres meses. No usar la libertad de expresión para alumbrar temas esenciales es el modo más perverso de atentar contra esa libertad.
La (des)guerra de Malvinas es un tema muy pendiente. Y son pocos los que lo quieren afrontar. No olvidemos que hay argentinas y argentinos que hasta proponen regalarlas para aminorar esa creciente deuda externa que tendrán que pagar los hijos de nuestros hijos. Son los mismos que están loteando alegremente cuantiosos pedazos de mapa (con lagos incluidos). Así es: en el año 2025 son los mismos.