Por Rodolfo Braceli, Especial para Jornada. Desde Buenos Aires
Para muchos la felicidad es algo que, cuando nos damos cuenta, ya sucedió. Para menos la felicidad es el trayecto de un sueño a conquistar. Es decir: nos columpiamos entre la nostalgia y la utopía. En este rato de palabras, una vez más voy a cometer la vana imprudencia de atrapar ese relámpago que llamamos “la felicidad”. Y que ya fue.
Hace ya ocho años, en la Fiesta de la Vendimia del 2004, me invitaron a cosechar en esa viñita que recibe a los que llegan y despide a los que se van en el aeropuerto que se llamó del Plumerillo. Cómo explicarlo: sentí a aquella invitación (perdón por la rima) como una condecoración. ¿Puede uno recibir, como reconocimiento, algo más precioso que participar aunque sea por unos minutos de la faena primordial?
Aquella “cosecha”, vestido de ciudadano, por más que fue delante de las cámaras y los micrófonos, algo más bien parecido a un simulacro, durante unos minutos –debo confesarlo– me despertó voces, sonidos, sabores, aromas muy hondos. Me trasladó hasta mi niñez, a una finquita de Chacras de Coria. Allí trabajaban de Contratistas mi abuelo vasco, Eustaquio (Eustacio) Zarategui, y mi abuela, Petra Valencia.
Ahora mismo, al escribirlo, estoy allí, en los días luminosos de las cosechas: estoy viendo hombres y mujeres de rostros tostados como el buen pan, hombres y mujeres laburantes, al trotecito entre los surcos, con los tachos al hombro, rebosantes de uvas recién paridas que van a ser la carne del vino nuevo.
Pero lo que más intensamente recuerdo, aparte de aquel sol amarillo como ninguno otro sol de la tierra, es el olor de esos cuerpos laburantes. El olor del sudor, macerado por el aire y el sol. Un olor único. Un olor noble, genuino, limpio de toda limpieza.
¿Olor a qué? Olor a tierra, a sol, a vida. El olor del trabajo. Exactamente, el olor contrario al olor a falsedad, al olor a frivolidad, al olor a pura apariencia, al olor a desodorante, al olor a simulación, al olor impostado.
Aquel conato de cosecha en el Plumerillo, me empuja a reflexionar otra vez. Pienso que los intelectuales, los artistas, los políticos, los docentes, los escritores, los deportistas, los científicos, los periodistas, todos los años debiéramos regalarnos una semana. ¿Una semana para qué? Una semana entera para ir a cosechar. Una semana sin fax, sin agenda, sin mail, sin reloj, sin redes sociales, sin celulares, sin desodorante.
Una semana para traspapelarnos con los primordiales, con los desconocidos de siempre, con los que, tierra mediante, hacen las uvas y hacen los vinos y hacen el amor con el mismo sudor. Los primordiales, esos que permiten con su trabajo infinito que la rueda de la Vida continúe. Que continúe la Vida, pese a los zánganos, a los atorrantes, a los usureros, a los mafiosos, pese a los que propician la tenencia de armas en los hogares.
Uno días trabajando de cosechadores, de sol a sol, ¡qué saludable nos sería! Nos enteraríamos por fin que nuestro cuerpo tiene olor, sabríamos cómo es ese olor extraviado. Aprenderíamos por fin en qué consiste sudar la gota gorda; sudar trabajando de otra manera. Sabríamos, además, por fin, cómo es, sin metáfora, eso de ganarse el pan con el sudor de nuestro lomo y de nuestra frente.
Una semana siendo genuinos cosechadores nos vendría tan, pero taaan bien... ¿Bien para qué? Bien para el cuerpo y bien para eso que llamamos el alma. Bien para el corazón. Bien para el bendito colesterol. Bien para la circulación de la sangre.
Y seguro que nos vendría bien para volver a nuestros orígenes, para alfabetizarnos de otro modo. Para ser éticos sin tanto cacarear con la ética. A los que se nos da por escribir, una semana en la real cosecha, entre los surcos, abrazados por la intemperie, nos haría bien hasta para mejorar nuestra sintaxis.
Nada obligatorio, nada que venga de la mano dura, sirve. Pero se me hace que nosotros, tan aseados, tan civilizados, debiéramos secretamente obligarnos cada año a unos días de pisar, de cosechar con nuestras manos en la plena viña. Veríamos entonces un sol rubicundo, gloriosamente amarillo cuando asoma, llegaríamos al final del día con ese emocionante cansancio del pan bien habido, comeríamos sin cubiertos, con los dedos. Eso no es todo: antes de dormirnos haríamos el amor de los amores a los gritos y después nos dormiríamos en castellano, como sólo duermen los niños.
En vez de gastar fortunas haciendo turismo aventura o prestándonos a las terapias alternativas, tendríamos que afrontar esa semana adentro de la viña, cosechando de verdad. Hagámoslo por la vida, hagámoslo por la sintaxis, hagámoslo por nosotros. No olvidemos: es imprescindible, de vez en cuando, recordar cómo es el olor de nuestro cuerpo, cómo es el color del sol y cómo es la felicidad de ganarse el pan con el elemental sudor de la frente.
Posdata. Qué tanto y tanto. Aunque sea sólo imaginándolo llevemos nuestro cuerpo con su laguito interior, a la preciosa aventura de los surcos. Nos encontraremos con los verdaderos héroes, los que hacen el pan y hacen el vino y hacen los hijos y hacen el amor con el mismo sudor. Y podremos, allí, en el medio de una viña, aprender que la verdadera vendimia celebra la redención del trabajo de los que no tienen nombre. Y podremos cantar y brindar y decir a los siete vientos:
Bienaventurados los que mordieron y morderán con hambre el sucesivo pan de este aire.
Bienaventurados los que saben la lucidez de la saliva.
Bienaventurados los que, sin dejar de estar contra la violencia y la pena de muerte, no se privan de, llegado el caso, de dar buenas patadas en el culo.
Bienaventurados los que atraviesan la Vida haciendo algo más que la digestión.
Bienaventurados, madremía, los que se aventuran.
Ya el descorche del vino le está pellizcando el poto ¡a la fiesta!
Dicho sea: la fiesta, por más fiesta que sea, es un derecho. Y si es un derecho, es un deber.
¿Vino nombramos recién? No hay nada que hacerle con él. El vino allá se nos viene entusiasmado a por nosotros; tengamos el coraje de no ofrecerle resistencia.
¡Y que el vino nos haga de música la sangre del cuerpo entero! Llegado el caso, ¡con vino brindemos por el vino!, porque el vino es la única patria que tiene mástiles para todas las banderas. Malbec mediante, ¡salud entonces!!!
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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