Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Buen momento para conocer un poco más a Joaquín Lavado, el padre de la eterna Mafalda. A eso voy.
A veces la madera sucede blanca y no imagina, esa madera, lo que le espera.
¿Acaso hay maderas destinadas? Las hay. Pero calma, ya lo compartiremos.
Desde el 30 de setiembre del 2020, por ejemplo, andan diciendo que Joaquín Lavado Tejón, alias Quino, se murió, partió, se fue de gira y cosas por el estilo. Habladurías. ¿Cuándo terminaremos de aprender que morirse sólo se mueren los que en vida eran sólo habitantes digestivos?
Este rato de palabras quiere vadear tanto homenaje oportunero. Porque los homenajes dan por cierto que el sujeto elegido ha arriado la imprescindible costumbre de respirar. Asistimos a una carrera de epitafios. Ya lo dijo el Sumo Ciego: un pertinaz rasgo argentino es la emisión de epitafios memorables. Indigna el “uso” de Quino desde que ganó el Príncipe de Asturias. Y ni hablar del “uso” que hacemos tras la supuesta muerte. Muchos –demasiados–, lo enarbolan como emblema de lucidez. La pregunta –incómoda, antipática– nos cae en la mollera: El promedio de la sociedad argentina (no todos, el promedio) ¿sintoniza con la índole inconformista de la niña Mafalda? El conservadorismo, durísimo, la pacatería, la contractura mental del promedio de nuestra sociedad, pregunta: ¿tiene derecho a sacar pecho con Quino, tras su presunta muerte?
La desvergüenza impune le permite a los “republicanos libertarios”, apropiarse del Quino. Pero ojo al piojo: Quino, nada, absolutamente nada que ver con ellos. Recordemos cuando ya anciano declaró: “He dado todo de mí. Y lo que di es lo que me dio la escuela pública y laica”. Dicho con otras palabras: el Quino nada le debe al país castrense, ni al país conservador de los Martínez de Hoz, ni al país neoliberal rifatizador de los años ‘90. Un detalle: hay que desagraviarlo por el homenaje que le infligió un encarnizado plagiador que se hace llamar Nik.
Según pasan los años
Para llegar a ser Quino primero debió nacer en 1932, en Mendoza. Allí aprendió a leer y a respirar. A sus 21 años rumbeó para Buenos Aires. En 1967 bajó unos días a la provincia en viaje familiar y se dio –reportaje mediante– nuestra primera accidentada conversación. Los otros encuentros fueron en Buenos Aires, entre ellos uno extendido en varias tardes de 1987 para un texto que prologó su antología 10 años de Mafalda (editada por de la Flor en Buenos Aires y por Lumen en Barcelona). Otras charlas fueron en 1990 y en 2001. A esta altura pude conocer a un Quino liberado del corsé de un pesimismo opresivo y de su “espantosa timidez”. En el cambio influyó su viaje a la luminosa Cuba.
Sin ánimo homenajeante compartiré ráfagas del sucesivo Quino. El reportaje de 1967 fue para un suplemento deportivo de Mendoza. En cuanto solté la palabra “futbol”, Quino se cerró. El diálogo se mancó de entrada.
–Si no le gusta el fútbol lo siento por usted, Quino.
–¿Acaso es una tragedia que no me guste el futbol?
–No es una tragedia, es una lástima. El fútbol emociona, y es un suceso estético.
–El futbol es un escape.
–Escape, ¿positivo o negativo?
–¡Negativo! La energía que se escapa en las canchas la gente debiera invertirla en mejorar la realidad. A los argentinos les atrae el futbol por la misma razón que no les atraen las cosas importantes.
–Usted, Quino, olvida algo: el fútbol atrae al planeta entero.
–Será por la semejanza entre el globo terráqueo y el globo de cuero.
–¿Cómo seríamos sin el fútbol?
–Seríamos como los mejicanos, manito. Andaríamos a los tiros, lo cual no sería del todo aburrido.
–¿A dónde va a parar el mundo?
–Qué pregunta... No sé responderla.
–Respóndame entonces con un dibujito. Aquí tiene: hágalo en esta servilleta.
((Quino acepta, dibuja sobre la servilleta de papel: un hombrecito de anteojos le da una patada al globo terráqueo. Allá va. Adiós planeta. Así veía el presente y el futuro en 1967. ))
Pasan dos décadas. Me abre la puerta de su departamento porteño. Día de sol cordial y cielo inobjetable. Ya nos tuteamos. Pero recibe mi pregunta con recelo: ¿Recordás el día en el que naciste, allá en Mendoza?
–Nací a las cuatro de la tarde… Entre los 10 y los 18 años viví asediado por la muerte. Cuando tenía 10 murió un abuelo, a los 12 murió mi madre, después mi padre... El luto, qué agobio: ni radio ni música, meses con la puerta entornada. Y algo espantoso: me ponían un brazalete negro. Yo veía muchas películas sobre nazis, con ese brazalete me sentía un nazi. Feo, ¿no?
–¿Y cómo eras a la edad de Mafalda?
–Un solitario. No salía ni a jugar. Por mi insoportable timidez ¡nada de escuela! Sólo dibujar quería. Mi madre acertó: “Si quieres dibujar con globitos, como en las historietas, tienes que escribir los textos. Y a escribir aprenderás yendo a la escuela.”
((La voz de Quino por entonces era la de un tarrito desguarnecido. Con cada pregunta se escondía más en su pecho. Le pedí que recordando fuera hasta la primera semilla. Y me contó:))
–Mi imagen más lejana se refiere al acto de dibujar: mi madre trajo una enorme mesa de madera blanca, de álamo, yo me acosté boca abajo sobre ella y la fui cubriendo de dibujos de un extremo al otro... Mi madre puso el grito en el cielo: “Si quieres seguir dibujando ¡tienes que lavar la mesa cada vez!”
–¿Y?
–Y yo la lavaba.
–Eras feliz.
–Y, claro, no lo sabía.
((Los humanos en trance de reportaje terminan mostrando lo mejor. Decidí arrancar a Quino de ese lugar común:))
–Estarás enterado de que ciertos chistes tuyos producen malestar…
–Sí, me enteré de que a muchos les molestó esa página en la que aparecen dos viejitos en una plaza y reflexionan: “En vez de pensar que estamos en el otoño de la vida, pensemos que estamos en la primavera de la muerte.”
–Vaya optimismo. Entramos en turbulencia. Decime, después del cese respiratorio
¿a dónde crees que vamos a parar?
–A la nada.
–Se puede saber qué te hace reir, qué te divierte.
–La biblia… Leo muchísimo la Biblia, pero como fuente de ideas. Y me divierto como loco. También me divierte Picasso. Hace tiempo, durante siete años, yo almorzaba solo porque Alicia trabajaba fuera de casa. Con mi comida en el plato yo miraba un Guernica que tenía enfrente. Cada día descubría un cuadro distinto. Me convencí que Picasso venía por las noches y al cuadro le pintaba cosas nuevas.
–Fuera de la divertida biblia, ¿en qué crees?
–No creo en nada, mejor dicho, creo en todo: en árboles, palomas, pajaritos, soy animista… Yo soy agnóstico; creo que ateo también. Esto de un solo dios no me gusta nada.
–¿Podrías confesar algo inconfesable?
–Seguís prendido a mi yugular, Rodolfo… Ya te conté, de chico jugaba solo... observaba a las hormigas: las negras grandotas, eran buenazas; las chiquitas coloradas, eran malísimas. Una maldad mía era mirar, con deleite, las terribles guerras entre las hormigas. Quedaba la tendalada.
–Te pedí confesión de algo muuuy inconfesable.
–A eso iba: a veces yo atrapaba una mosca viva, le arrancaba las alas y la arrojaba al centro del hormiguero.
–Hoy, Quino, ¿harías semejante cosa?
–Me da escalofrío sólo pensarlo.
Posdata
A la Argentina le suceden personajes singulares. Andan diciendo que el Quino partió. Qué partió ni partió. En realidad él ahora anda por ahí. A propósito: ¿qué será de la vida de aquella mesa de álamo, sobre la que él se ponía boca abajo a dibujar? Si alguien sabe dónde late el alma blanca de esa mesa, tan destinada, que nos avise, y pronto. Con Quino, héroe de la lucidez implacable, aprendimos a mirar viendo. Aquella mesa lo sabe; sigue latiendo aquella mesa. Pero ahora, la bendecida mesa ¿dónde está?
* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar
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