Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Hace poco más de una semana el país entero sufragaba, sumido en la peor de las incertidumbres. Tenemos que reiterar los conceptos aquí escritos hace años. Vamos por ellos. Por empezar, cuánto se parecen de pronto “sufragaba” a “naufragaba”. Las cambiantes y extremas propuestas del señor Milei y de la señora Bullrich jaqueaban a la misma democracia.
Nos parece que fue ayer y nos parece, también, que fue hace siglos. Por la cantidad de cosas que nos pasaron y que dejamos que nos pasaran. Aniversario. Hoy, en el 2023, ya 40 años desde que la democracia nos cayó sobre la mollera. Jamás, en esta patria espasmódica, la democracia nos duró tanto. ¿Podemos celebrar? Debemos. Pero ojo al piojo, la democracia se celebra participando y reflexionando. Es lo que intentaremos hacer en este rato de palabras.
Antes de descorchar botellas para los saludables brindis, memoria y balance. Ya entrados al año 2023 después de Cristo, para variar, los argentinos estamos desencantados, quejosos, desesperanzados y, lo peor, descorazonados. Muchos, demasiados, para variar, enarbolan el dedito de acusar para responsabilizar directa o indirectamente a la democracia. Tanto como para ver por qué nos pasa lo que nos pasa y no nos pasa lo que, suponemos, nos debe pasar, propongo revisar la entretela de algunos lugares comunes; por ejemplo cuando decimos que “la democracia está en deuda”. Hagámosles preguntas a nuestras preguntas. ¿Por qué? Porque, con sospechosa frecuencia, nos atrincheramos en la comodidad de convivir con preguntas que, más que ahondar, clausuran nuestra reflexión. Para este ejercicio tendremos que hacer memoria, algo que produce desasosiego y rechazo. Con frecuencia se asocia memoria con resentimiento y con inmovilidad que es retroceso. Confusión, cómoda confusión. Porque la genuina memoria nunca es retroceso: semilla el día de mañana. No es encono ni nostalgia lagañosa, la memoria, es el pulso del futuro. Desde ella se consigue la alegría bien habida.
Edad. Pregunta: ¿Será cierto que nuestra democracia (de 40 años) tiene la edad que tiene?
Suele decirse que la nuestra es, todavía, una democracia adolescente. Esa afirmación, que suena como crítica, ¿no esconde en realidad una sobrevaloración?
Pregunta: ¿Cuánto nos falta para aprender que no basta con cumplir años para crecer?
Afirmar que nuestra democracia transita por la adolescencia es una peligrosa exageración. Ni por la adolescencia, ni por la pubertad. Entonces, al menos, ¿estamos en la niñez?
No lo parece. ¿Podemos decir acaso que nuestra democracia es un niño que ya abe caminar?
En realidad, esta democracia todavía no sostiene la cabeza, es un bebé que apenas si gatea. Y eso, adentro del corralito. No hace tanto, después del ruidoso e irresponsable “que se vayan todos” estuvimos jodiendo alegremente con la idea de mandarnos la fundación de la Segunda República. No consolidamos la Primera y queremos pavonear con la Segunda República. Debiéramos observar que en estas cuatro décadas de democracia la libertad que más ejercitamos es la del des-control de esfínteres. Caceroleamos sólo por cuestiones que tienen que ver con el corazón del bolsillo. ¿O no?
Peligro. Pregunta: ¿Podemos, con rigor, decir que nuestra democracia está consolidada?
No lo está. Nunca dejó de estar en peligro. En la década pasada llegó a su apogeo el vaciamiento del país que empezó en el 76 con aquella dictadura militar que contó con cerebros de civiles como Martínez de Hoz. Con las “relaciones carnales” del Menemsaqueo, se entregó y rifatizó desde el ferrocarril hasta YPF. De pasó se aniquiló la industria. Perdimos el equivalente de cientos y cientos de Malvinas. El país ni siquiera fue mal privatizado, fue acogotado en sus fuentes de trabajo, fue rifatizado al peor postor.
Abuela. Pregunta: ¿Vendimos las joyas de la abuela? Falso cuento de ocasión. Mucho más que las joyas, vendimos a la abuela también, vendimos hasta el útero de la madre que nos parió. Por primera vez en la historia de la humanidad un país vendió hasta sus pozos que ya estaban vislumbrando petróleo. Damas y caballeros: aquí no quedaron ni los mástiles. Desgracia con suerte, porque, otra pregunta: ¿qué bandera izaríamos?
Pregunta: ¿Por qué está en peligro la democracia?
Porque ya no hay tres clases sociales, hay cuatro: la alta, la media, la pobre y la de los desgajados. Si sumamos pobres y desgajados superamos la mitad del país. Ese desborde la más de la mitad está integrado por desesperados. A los desesperados no se les puede pedir conciencia cívica, ellos están a merced de los oportunistas.
Redentores. Y el peligro, ¿en qué consiste? Toda democracia se desarrolla mediante la conciencia cívica. Lo que prevalece, desde hace años, es el hambre, el analfabetismo y la analfabetización. Hambre más analfabetización, igual a desesperación. La desesperación es lo contrario de la conciencia. De manera creciente, estamos a merced de los desesperados. El hambriento analfabetizado para quien comer una vez al día es toda una aventura, no tiene casi posibilidad de conciencia al no tener aliento ni resto para reflexionar. Y entonces le importa un comino que haya o no democracia. En todo caso, si algo espera, es un redentor que lo saque de su insoportable absurdidad. (He ahí al señor Milei y a la señora Bullrich, dos cercanos botones de muestra; dos invertebrados que sirvieron para desnudar la inconsistencia de nuestra inmadura democracia).
Malvinas. Más preguntas: La democracia, ¿es un fruto o una fruta? Un fruto es algo que se siembra, que se consigue fatiga y desvelada paciencia mediantes. Una fruta es algo que a veces nos cae sobre la mollera. El fruto emerge desde abajo. La fruta viene de arriba. Vanagloriarse por lo que nos cae de arriba, sin esfuerzo extendido y compartido, es un infantilismo, es el principio de un suicidio.
El 2 de abril de 1982 el grupo de militares de turno, que desde 1976 había decidido decidir absolutamente sobre la vida y la muerte en la Argentina, agotó sus colmos: hizo cartón lleno en cuanto a atrocidades y torpezas. En un acto que don Borges definió como “una huida hacia adelante”, se consumó un delirio macabro mediante la (des)guerra de las Malvinas. Ese delirio criminal contó con la incontenible euforia de la inmensa mayoría, alentada por el entusiasmo de los medios de (des)comunicación. Se usó un reclamo legítimo para concretar un desatino pueril, garrafal y trágico. El caso es que de la noche del 1º de abril a la mañana del 2, en menos de 24 horas creímos haber recuperado el orgullo patrio, la tan mentada unión nacional y, por si todo esto fuera poco, atrapado por el pescuezo al famoso Ser Nacional. Qué grande lo que conseguimos de la noche a la mañana. Qué nos parió. Como nunca antes caímos en una euforia que se convertiría en depresión que va a venir.
Sietemesina. Eso: la euforia no es alegría, es depresión que va a venir. De la euforia pasamos a la cloaca de la gran depresión. Pero el caso es que –y esto se dijo muchas veces– la (des)guerra de Malvinas sirvió para traernos la democracia. Pregunta: ¿La democracia nos vino por gestión solidaria, por lucha extendida y sostenida, por la presión de paros y huelgas y etcétera? La respuesta es que la democracia nos corresponde, pero no la sembramos. Quienes la sembraron fueron una porción minoritaria de habitantes. Tenemos que reconocer que los muchos que se sacrificaron por la democracia no fueron tantos, fueron menos que pocos. Los militares, después de violar la vida y violar la muerte y de iniciar el vaciamiento del país que llevó a su apogeo el Señor de los Anillacos, entregaron el gobierno, mas no el Poder. Y así nos vino ella, la democracia, menos que sietemesina: no, no fue un fruto conseguido, fue una fruta que nos cayó sobre la mollera.
Tal vez esto nos de una pista para comprender por qué, con 40 años de edad, tenemos una democracia tenue, más cerca del gateo infantil que de los entusiasmos adolescentes. No nacimos como se debe: No hubo un embarazo compartido, hubo un feto amorfo que fue expulsado sin aviso. Digámoslo: la democracia nos nació vomitada por el fracaso de la criminal dictadura militar. Y así nos fue yendo.
Deudas. Aquí estamos: somos habitantes de un agujero con forma de mapa. Pregunta: ¿Así estamos porque nos estafaron?, ¿O así estamos porque nos estafamos? ¿Hasta qué punto perdimos lo que nos sacaron y hasta qué punto perdimos lo que nosotros decidimos perder?
Otra más: ¿Qué hemos hecho para merecer esto? Pregunta a la pregunta: Como sociedad, ¿hicimos algo para merecer otra cosa mejor y/o diferente? Si es por responder a la primera pregunta: Yo diría que, para merecer esto hicimos 30 mil desaparecidos que fueron matados vivos y violados muertos. Hasta se les negó sepultura.
Sí, es cierto, hay grados de responsabilidad. Muchos, muchísimos fueron cómplices por abstinencia, por indiferencia. Con esto no estamos licuando, ni subdividiendo las culpas y responsabilidades de los asesinos. Cuando se trata de vidas desgajadas y de muertes violadas, ni las responsabilidades ni las culpas se dividen y fraccionan por la inmensa cantidad de responsables.
Tenemos, como sociedad, esa cuenta pendiente: la de los 30 mil. Y la cancelamos no con el olvido, sino con la desmemoria. La desmemoria es una comodidad criminal. Y es el mejor abono para la impunidad. Pregunta: ¿La desmemoria no es acaso una de las peores formas de corrupción?
Y llegamos a una pregunta frecuente, propia de los que se victimizan: ¿Qué hemos hecho para merecer esto? Hicimos nada. Hicimos desmemoria. ¿Dura la respuesta? Más dura la realidad.
Lo grave no es nuestra desmesurada Deuda Externa. Lo grave son las otras dos deudas: la Deuda Interna (hambre y analfabetización) y nuestra Deuda Interior (la desmemoria).
Pregunta siempre pendiente: ¿Por qué nos pasó lo que nos pasó en el año 76 y siguientes? Porque íbamos a ser capaces de olvidarlo mediante la desmemoria. Desmemoria muchas veces disfrazada de reconciliación.
El problema nuestro no es el olvido. Es la desmemoria.
Confusiones. Aquí hay comodidades al por mayor, una de las más frecuentes está alentada y multiplicada por los medios de (des)comunicación. Empezamos por confundir, peligrosamente, a los políticos con la política. Por ese camino se decide que la política es, fatalmente, una actividad perversa. A continuación caemos en la comodidad de considerar que la política y los políticos constituyen la causa de todas nuestras miserias y males.
Pregunta: ¿Cuánto falta, cuánto, para que empecemos a considerar que la corrupción es tal vez lo mejor repartido en nuestra sociedad? Esto no redime a los políticos corruptos, pero, sin ánimo de caer en el mal de muchos consuelo de tontos, ¿cuánto falta para que afrontemos que el porcentaje de corrupción que hay en los políticos es exactamente igual al porcentaje de corrupción y etcétera que hay entre plomeros, mecánicos, cirujanos, ginecólogos, policías, abogados, psiquiatras, dentistas, dirigentes del fútbol, gremialistas y – nombro mi profesión–, periodistas?
A propósito: ¿cuánto falta para que se haga un libro sobre la Obediencia (in)debida en el Periodismo?
Reitero, no se trata de licuar con el “mal de muchos”. Se trata de advertir-nos que hablar de la corrupción de los políticos desde hace tiempo se ha convertido en una peligrosa comodidad.
¿Comunicadores? ¿Y qué pasa con los autodenominados comunicadores? Debiéramos ascender al llano. Los intelectuales debiéramos hacer un esfuerzo por dejar de ser intelectualudos, deponer nuestra suficiencia estelar y sencillamente, tenazmente, tratar de hacer algo por la vida, por esta vida. Cuidado con seguir alimentando la sensación de fin del mundo. Como pide un poema de Iliana Juarroz: “Deberíamos / usar el pensamiento / como un instrumento de emergencia. / Como la mano que se cierra / justo a tiempo, / para aferrarse / al borde salvador.” Y concluye: “Deberíamos usar el pensamiento / justo ahora, / y con meridiana lucidez, / pues lo humano que aun nos resta es ya tan poco, / que si la historia vuelve a repetirse, / sólo las bestias / podrán contar la historia.”
Eso es: “Si la historia vuelve a repetirse, sólo las bestias podrán contarla.”
Espejo. Permiso: No coincido con esa definición (entre cómoda y denigrante) que dice que la democracia es el menos malo de los sistemas conocidos. La democracia no es mala, ni regular, ni buena. Es lo que somos, lo que queremos ser, lo que dejamos de ser. La confusión está instalada desde siempre: consciente o inconscientemente a ella se le echa la culpa de corrupción, desempleo, de todas las calamidades, de la droga. Ella no es la causa. Ella es el espejo que mejor nos espeja. La corrupción no se debe a la democracia. La democracia la deja ver. Damas y caballeros, no nos enojemos, no le echemos la culpa de nuestros males y defectos al espejo. El espejo espeja. Si no queremos que nos muestre dientes cariados cuidemos día por día nuestra dentadura. Tenemos la democracia que ¿supimos? conseguir. ¿Hasta cuando vamos a alimentar la confusión, cada vez más peligrosa, de que la democracia ha fracasado, no sirve? Si queremos que el espejo de la democracia nos muestre otra cosa, quienes tenemos el privilegio de techo, comida con mantelito y alfabetización, seamos algo más que cómodos quejosos alimentadores de la confusión que tanto alientan los que sueñan con la vuelta de la Mano Fuerte.
Brindis. A todo esto: ¿cómo celebrar? Celebremos aprendiendo la olvidada solidaridad, haciendo memoria para semillar un futuro en el que no tenga aire la impunidad. Celebremos luchando contra el analfabetismo y la analfabetización que han consolidado el casi hambre. Celebremos despabilándonos. Recordemos: en cuanto nos dormimos avanzan los amigos de la Mano Dura.
La democracia (la política) será mejor cuando nuestra sociedad abandone la indiferencia y empiece a hacer cacerolazos no sólo por cuestiones vinculadas al bendito bolsillo.
Será mejor cuando comprendamos que la corrupción es algo muuuuy repartido en todas las profesiones. Vamos, no jodamos, que aquí cada uno (estamos hablando del promedio) es corrupto en la medida de sus posibilidades. Y algo más: la no participación es también una forma de corrupción.
Lavarse las manos a veces es un acto de higiene, pero muchas más es un acto de peligrosa cobardía. Después de todo tenemos una democracia “como la gente”. Y la gente somos todos.
Cada día con su noche la democracia se celebra ha-cién-do-la. Y estando bien despiertos, porque al fin de cuentas es un imprescindible insomnio.
Afrontadas las arduas preguntas, ahora sí descorchemos las botellas. Estamos con pulso, y en la pulseada. Estamos vivos, que no es poco en esta patria tan sembrada de muerte contra natura. Ya aprendimos que no somos los mejores del mundo. Dejemos de consolarnos pensando, como dicen, que somos los más inexplicables del mundo.
Hay mucho que hacer, arremanguémonos, metámosle. Brindemos despiertos. Brindemos alertas. Brindemos por la semilla primordial. No caigamos en la comodidad de la desesperanza. Dejemos de reducir nuestra actividad cívica a la eructante digestión.
Con alegría, brindemos por ella, por esa democracia que no, que no nos engañemos, todavía no supimos conseguir. No nos olvidemos: la democracia es un desafío, y es un prodigioso insomnio.
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