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Los mediovivos

Los zombis del mundo real

11/09/2022 21:28
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Recuerdo que cuando era pequeño solía sorprenderme mucho con la expresión «muerto viviente», traslación de la voz zombi, tomada del criollo haitiano. Ocurre que no podía parecerme concebible que alguien estuviera muerto pero viviendo a un mismo tiempo, todo porque —cualquiera sea la manera de encarnar la vida que se hubiera permitido—, alguien que marchara a la manera de los vivos estaba incontestablemente vivo. Sin embargo, andando el tiempo fui a dar sorpresiva y tristemente con algunos ejemplares similares que, mucho más allá de no tratarse de seres mitológicos, me infundían un malestar a medio camino entre la amargura y el terror. Hablo de los mediovivos.

Sí, que no se extrañe nadie. Los hay por todas partes —y temo que haya más de los que llegamos a notar—, a cada paso nos abordan y nosotros como cegados por la ingenuidad. Yo he podido apuntar algunas de sus ambiguas características. Por ejemplo: un mediovivo habla con un tono resignado, aunque no necesariamente con una voz apagada (hay que tener un oído aguzado para captar esto); es de ánimo mayormente equilibrado; no tiene hábitos ni horarios definibles; su hogar puede emplazarse en cualquier estrato social; disfruta con los más disímiles pasatiempos, y suele vestir el rutilante traje de la solvencia. ¡Pero aquí la cosa! Ese atuendo es consecuentemente su punto débil: no se trata más que de un andrajo que ante la menor salpicadura de agua desluce y acusa toda su falsedad. Empero, no son de primeras peligrosos, su grado de influencia es escaso; el verdadero problema es que su solapado trato y su indomable pertinacia los vuelven potencialmente contagiosos (y transmiten una virosis única).

 



Un ejemplar de esta naturaleza suele asegurar que su vida ya ha sellado el veredicto, sea porque «mi marido es así, ¡¿qué se le va a hacer?!», porque «bueno, ¡por lo menos tengo trabajo!», porque «¡hay un tiempo para cada cosa, después ya es tarde!», o quizá porque «prefiero no tener problemas». ¡No tener problemas! ¡Vaya una cosa! ¡Como si acaso la vida no se tratara de un nudo sin deslíe! (Sí, lectores míos, ¿o acaso alguien puede contarnos cosa alguna del más allá del nudo?).

Hablo de gentes que caminan con una vida detenida a cuestas, que vagan entre el mundo de la quiescencia definitiva y el nuestro, y a este respecto es preciso poner de relieve esa frase tan manida que nos echaban las madres: «¡No le tengás miedo a los muertos, hay que tenerle miedo a los vivos!». ¡Y precisamente, madre! ¡¿Qué hacer entonces con alguien que se encuentra en un punto intermedio?! Seres de un limbo insospechado que aguardan agazapados nuestro descuido.

Y puede parecer que les hablo con una ironía desagradable, mofándome de mis convecinos, pero créanme que no me jacto y que mi temor es genuino. Temo cada día el quedar contagiado por algún roce imprevisto e incluso tengo temor de generar yo mismo algún patógeno autoinmune que me torne como ellos. ¿Cómo podría yo sentirme librado de su condición si he dejado claro que no poseen cualidades excluyentes más allá de su atuendo? ¡¿Iré yo ahora a pensar que el revestimiento confiere sentido al envase?! ¡Qué absurdidad!

 

 

Pero yo quisiera detenerme y descansar en una observación. Poco nos damos cuenta —más lejos todavía del peligro de volvernos como ellos— de lo mucho que significan estas pérdidas. Las más de las veces vivimos entre almas sin espíritu, y eso para el mundo de los hombres no es más que una contradicción en términos, ¡y es una contradicción horrorosa! Poco y nada nos damos cuenta de la desgracia de permitir que nuestros semejantes se dejen ir en vida como si tan solo estuvieran esperando la nave de Caronte, ¡y en medio de un desierto! Se dejan ir nuestros contemporáneos en una corriente de muda desesperación y sin lamentos, ¡y sin extremaunción!

Tan solo quiero que pensemos en ellos, en los que asumen que la vida les negó su fortuna, ¡en los mediovivos!, y que sintamos por ellos la pérdida que ya no extrañan (y que no supieron extrañar). Quiero que nos conturbemos ante su presencia, pero también que tratemos de hablar a la oquedad que los habita con ánimo de resucitarlos, y que, si acaso nada de esto resulta, si acaso nos brindamos sin suerte… al menos hagamos en su memoria un grave minuto de silencio.  
 

 

 

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