Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
He escuchado a mi madre decir… Mi madre suele contar una anécdota de cuando era niña. Recuerda que, junto con una amiguita, tuvo la idea de «irse a vivir a las montañas». En Mendoza las montañas logran verse desde una considerable lejanía. Encontrándose uno a más de cien kilómetros de distancia logra verlas con absoluta claridad: muros azulados que cortan el horizonte como dentadas imponentes.
Dice mi madre que, desde que recuerda, tuvo siempre cierta afición por la naturaleza; siempre se imaginó en el campo (cosa que pudo saborear cuando adquirió aquellas parcelas que luego, ¡maldita fortuna!, se llevó la economía), en los bosques y, como aquí pongo de relieve, en las montañas.
Ella y su amiga se encontraban andando en bicicleta. En algún momento de sus jugueteos, hablaron seriamente —como tan solo pueden hacerlo los niños— y surgió la proposición:
—¿Y si nos vamos a vivir a las montañas?
—¡Dale!
Y comenzaron a pedalear con entusiasmo hacia el retirado destino, ignorando por supuesto todos aquellos incontables, inaprensibles kilómetros que, para la dulce imaginación de un niño, no eran más que bagatelas. ¡La cosa era irse a vivir a las montañas! ¡¿Qué tan lejos podían estar si allí se encontraban, tan a la vista?! ¡¿Cómo podía ser imposible el cometido si esas niñas estaban en el mundo y el mundo les pertenecía?!
Mi madre suele contar el relato con cierto cinismo, y yo pienso…
Ocurre que mi madre, cada vez que cuenta la historia —y también medito en su reiteración—, logra dejarme un regusto acibarado en la boca del alma. Algo no acaba nunca de saber muy bien.
—¡Imaginate! ¡A la montaña! ¡Vaya a saber qué habré estado pensando! —lanza mi madre.
¡Precisamente, mamá! ¡Pensabas como un niño! O, mejor dicho: no pensabas a la manera común, vivías en gran manera. ¿Ocurre que albergás reproches por no haber podido ser esa niña a pesar de todo? Quiero decir, ¿sucede que nace la burla hacia la niña que fuiste porque es no era más que una tonta idea esa de amar la montaña y querer vivir en su seno por ello como si tal cosa? Y yo medito con tiento...
¿Es la imaginación del niño; son, las ocurrencias de los niños, cosas de niños nada más? ¡¿Y qué sería una «cosa de niños» de cualquier forma?! Esa intención fresca, inmediata y filosa como un terrible carámbano, debería ser la constante en nuestra vida… pero crecemos demasiado pronto. Nos crecen, digo, demasiado pronto.
Mi madre no llegó lo suficientemente lejos, mi abuela logró interceptarla. Tal parece que las dos niñas habían andado un trecho estimable, ya que mi abuela acudía con la policía. Mamá nunca ha podido precisar si hubo o no alguna reprimenda; ella supone que no, ya que es dable imaginar cierto alivio en la familia por haberla encontrado sana y salva. ¡Sabrá Dios qué cosas terribles pudieran haberles pasado! Pero el caso es que mi madre no lo sabía, y he allí el punto: los niños se encuentran sanamente más allá de ese nuestro-mundo y mucho más cerca, mixturados con ese su-mundo que, al parecer —y por la potencia de sus emociones— se les aparece mucho más eminente y verdadero.
Mamá no llegó a la montaña, la detuvo una fuerza policial —y vale la aclaración de que no me encuentro hablando de la institución ni de mi querida abuela—. Mi madre fue detenida en su puro afán por alcanzar un sueño inmediato; influjo tremendo, crepitante ilusión... pero fue detenida.
Todavía recuerda su hazaña y todavía ríe —aunque de forma enteramente diferente, a medio camino entre la sorna y el gruñido—. Quizá su niña aventurera siga rumbo a la montaña, pisando con fuerza desbaratadora los pedales de su bicicleta.
Yo medito y me pregunto:
¿Habrá llegado alguna vez?