Por Sergio Levinsky. Especial para Jornada
Esta vez, volvió a ocurrir porque desde hace días, una enorme cantidad de jugadores aparecieron vistiendo la camiseta azul y oro mientras que otros, surgidos en sus divisiones inferiores, parten hacia el exterior generando una fortuna en euros, que no se nota a la hora del juego, una constante de los últimos quince años.
Ya lo decía Héctor Ricardo García, maestro de periodistas y por años, director del diario “Crónica” y de la revisa “Así es Boca”: no hay ningún título de medios en la Argentina que venda más que el que traiga entre sus palabras las de “Boca” y campeón”. La gran pregunta es cómo llegar a que en realidad ocurra, especialmente en el terreno internacional-
La dirigencia de Boca podría argumentar un encono de la Conmebol desde hace años, aunque en especial desde que el paraguayo Alejandro Domínguez se hizo cargo de la entidad -resulta sorprendente que casi siempre, en los sorteos, le toquen rivales complicados y circunstancias adversas, como jugar en la altura, o viajar mucho- y eso tiene más relación con la etapa anterior, cuando el macrista Daniel Angelici fue presidente del club y al sentirse perjudicado por algunos fallos, decidió liderar un movimiento con entidades uruguayas y brasileñas para generar una institución sudamericana paralela, desafiando al poder.
Sin embargo, la gestión de Juan Román Riquelme viene cometiendo errores graves, que exceden estos posibles perjuicios, y por ejemplo, la expulsión del peruano Luis Advíncula a los treinta segundos del partido decisivo por los octavos de final de la Copa Sudamericana ante Cruzeiro, en Belo Horizonte, poco tiene que ver con pretendidos fallos arbitrales en contra (que los hubo en temporadas anteriores, con y sin uso del VAR, y de manera flagrante, como en los dos partidos de la serie ante Atlético Mineiro en 2021 o la vuelta ante River en la Bombonera en la semifinal de 2019) sino con la falta de inteligencia a la hora de pensar que se trata de un momento clave de un torneo.
La expulsión de Advíncula por una durísima falta, cuando el partido recién se iniciaba, no es nueva en Boca sino recurrente y que se suma a una lista importantísima de errores por parte de un equipo que no se suele caracterizar por la inteligencia sino por el ímpetu, una confusión que ya llegó a su joven entrenador Diego Martínez, quien en un principio quiso que se practicara un fútbol estético pero que tuvo que aceptar las reglas del contexto para ir de mayor a menor, y ahora no para de gritar y de gesticular, lo que transmite una enorme ansiedad a sus dirigidos.
Resulta que, así como Advíncula fue expulsado a los treinta segundos del partido ante Cruzeiro en el que Boca se jugaba su continuidad en el torneo internacional que le tocó jugar, el colombiano Frank Fabra, casualmente también lateral, aunque en la otra banda, se hizo echar en otro momento clave, nada menos que en la final de la Copa Libertadores de la temporada pasada ante Fluminense en el estadio Maracaná, cuando el partido era muy parejo y el equipo argentino contaba con chances de ganar.
Pero tampoco termina allí, porque otro error de Cristian Lema terminó con su expulsión y el penal para Estudiantes con el que Boca, amplio dominador del partido, resignó sus chances de ganar la Copa de la Liga, en semifinales, luego de eliminar nada menos que a River, y de esta forma, perdió una de las vías para llegar a la Copa Libertadores de esta temporada.
La gran confusión que vive Boca desde hace ya más de quince años (y no hay ninguna casualidad que no haya ganado más una Copa Libertadores desde 2007, en tiempos de Juan Román Riquelme y Ever Banega, dos jugadores de buen pie y de excelente pausa para parar la pelota y pensar) es haber antepuesto la garra y el ímpetu al juego, sin entender que el fútbol es un deporte con pelota en el que el empuje es un gran aditamento, un gran complemento, pero no es lo esencial.
A lo largo de su historia, Boca ha tenido enormes equipos, que han conseguido logros excepcionales, y todos ellos han tenido el carácter pretendido, pero que, primero que todo, han tenido excelentes jugadores que practicaban un fútbol bonito. Ernesto Lazzatti, o Natalio Pescia fueron notables en los años Cuarenta, varias veces campeones, y la garra de ambos fue un gran atributo. En 1969 y 1970 fue campeón con un plantel que contaba con jugadores de una técnica notable como el peruano Julio Meléndez -además, un caballero-, Silvio Marzolini (considerado el mejor lateral izquierdo del Mundial de 1966), el “Muñeco” Norberto Madurga, un gran habilidoso como Ángel Clemente Rojas –“Rojitas”- o un lateral derecho como Rubén Suñé, y actitud nunca fue lo que faltó.
Para recordar tiempos modernos, podríamos hacer referencia en los equipos de Boca de Juan Carlos Lorenzo en los años Setenta o de Carlos Bianchi entre 1998 y 2004. No es que Boca le ganó en Japón al Real Madrid (la última derrota blanca ante un equipo extranjero por un título internacional) sólo por garra, sino que, en el conjunto auriazul, en 2000, jugaban nada menos que un tal Riquelme, otro tal Martín Palermo, otro tal Marcelo Delgado, otro tal Mauricio “Chicho” Serna y otro tal Jorge “Patrón” Bermúdez. No se puede negar la actitud de estos jugadores, pero la notable actuación de Riquelme quedó en el recuerdo de todos.
La garra estaba, pero primero que todo, lo que hubo, fue técnica, una idea de a qué se quiere jugar, un plantel compacto. Todo eso, muy lejos de lo que ocurre ahora, cuando se aplaude más un choque, una trabada con todo, un rechazo a la calle, que acaso una finta, un buen pase, un intento de gambeta.
Hace años que Boca ya no domina los partidos en la Bombonera, que los rivales le juegan de igual a igual, que la pelota quema en los pies de sus jugadores, que su entrenador se mueve nerviosamente detrás de la línea de cal dando indicaciones que complican a sus jugadores.
Pero detrás de toda esta situación hay una dirigencia mediocre, que demuestra que una cosa es haber sido un gran futbolista y otra distinta, sentarse atrás de un escritorio. Boca recurre a sus divisiones inferiores para utilizarlas por muy poco tiempo y vender los pases de esos jóvenes por millones de euros (Alan Varela, Ezequiel Fernández, Aarón Anselmino, probablemente ahora a Cristian Medina, Luca Langoni) para incorporar, a cambio, a jugadores muy veteranos que terminan siendo un signo de interrogación, aunque de calidad, si podrán soportar una temporada entera con continuidad (Marcos Rojo, Edinson Cavani entre ellos) y si no, una lista de jugadores con una carrera que no da ninguna garantía a futuro, sin que la base sea, al menos, el ojo clínico de alguno que durante tantos años jugó al fútbol a muy buen nivel, cosa que sorprende.
La sensación es que Boca, que vuelve al ruedo del torneo local luego de quedar eliminado (otra vez) en un torneo sudamericano, está recomenzando, en una transición que no se sabe a dónde conduce, con un plantel sin garantías y cuando River se reforzó convenientemente, remodeló su estadio y éste apunta a ser la sede de la final de la Copa Libertadores (algo que no debería ocurrir si el equipo argentino continua en el certamen, cuando la sede no fue anunciada antes por la Conmebol, lo que a su vez da lugar a que la dirigencia de Boca se aferre más a la idea de que la institución juega en su contra).
Boca vuelve a empezar y el disco vuelve a girar, como si el fin y el inicio tuviera una continuidad imparable. Como cada año, “El nuevo Boca” da de comer a la prensa como una máquina trituradora generando en los hinchas una renovada ilusión, sin plantearse nunca qué es lo que hace mal y apuntando los cañones sólo hacia lo externo. Tampoco fuera de la cancha parece una política inteligente.
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