Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Teatro Abierto nos traslada al Picadero, sala que fue quemada en la madrugada del 6 de agosto de 1981. Como redactor de la revista Siete Días pude entonces arriesgar una opinión: “No hay fuego que por más teatro no venga”…
Así fue, así es: las bandas nocturnas de la dictadura cívico militar hace cuatro décadas decidieron silenciar ese prodigioso fenómeno de resistencia cultural que fue Teatro Abierto: el fuego exterminador les salió por la culata. Ya veremos por qué. Pero el caso es que en aquel episodio la dictadura se trisó. La trisadura se ahondaría meses después con el episodio de Malvinas. Perdimos aquella guerra que nació desguerra. Mal parida, antes de empezar ya la teníamos perdida. Pero con el Teatro Abierto ganamos una singular batalla de resistencia cultural.
Soy del parecer que la democracia, hoy declamada por tantos, fue luchada por muchos menos. De algún modo nos cayó en la mollera cuando los militares se desmoronaron como inmediata consecuencia del sangriento fracaso en Malvinas. El patético desastre en el sur aceleró el retorno a la democracia. Pero, vale la pena reiterarlo, hubo episodios, contagiosos, que estimularon esa apertura. El más elocuente fue la realización de ciclo de Teatro Abierto. Hacia 1982 el miedo estaba en nosotros, pero también aleteaba cierta fruncida esperanza de pulso. Era costumbre convivir con el espanto.
Osvaldo Dragún
Teatro Abierto, ¿cómo brotó? Así me lo contó Osvaldo Dragún en 1981: “Estábamos en un bar, sentíamos que había que hacer algo y lo decidimos con Tito Cossa y Carlos Somigliana, así, espontáneamente, en un momento de tanta cerrazón ideológica. Hablamos con Antonio Mónaco y con Guadalupe Noble y vino la respuesta: el Picadero iba a ser la sala para Teatro Abierto. Acordamos reunir 21 autores con 21 directores y 21 elencos. Pensamos que muchos no iban a aceptar porque lo que se proponía era trabajar sin cobrar. Éramos unos doscientos en la anarquía total. Nunca vi funcionar tan bien a una anarquía. Nadie dirigía al monstruo. El caso es que la democracia de los iguales funciona muy bien; lo que funciona mal es la democracia de los desiguales”.
Roberto Tito Cossa
Teatro Abierto arrancó en la flamante sala de El Picadero. Se pensó llegar a los 6 mil espectadores. De pronto, en la madrugada del 6 de agosto del 81, un incendio intencional quiso terminar con el milagro. Adiós Picadero. Pero resulta que inmediatamente, el Tabarís y 17 salas ofrecieron sus espacios. Y el ciclo continuó y reunió en pocos días más de 25 mil espectadores.
Voy por fragmentos del texto que escribí en 1981 en la revista Siete Días. Yo venía de seis años sin poder hacer periodismo en la Argentina; estaba exiliado, pero adentro. Escribí –hoy lo puedo confesar– con el corazón (y algo más) en la garganta. No había heroísmo en lo mío, pero algo en el aire nos empujaba, por fin, hacia la imprescindible imprudencia. Empezábamos a salir del limbo del infierno. Aquella columna candorosa la titulé: “No hay incendio que por bien no venga”. Aquí van algunos de sus temerosos párrafos:
“No hay mal que por bien no venga. No hay incendio, de teatro, que por bien no venga. Sobre todo con el frío que hace (...) De la noche a la mañana, se prendió fuego El Picadero, mientras no muy lejos, en el Luna Park, actuaba el gran Frank Sinatra, contratado por un Palito Ortega que debió sufrir una fuerte devaluación. Joder con el dólar. Por estos días de 1981, otro teatro ardió en Tucumán. Qué casualidad contagiosa: el raro azar del fuego tiene debilidad por los teatros.
“Con lo del Picadero empezamos a darnos cuenta. El posible éxodo de Dieguito Maradona nos quitó el sueño y se convirtió en tema nacional casi excluyente. Mientras tanto, el éxodo de centenares de profesionales, científicos y artistas se nos pasa por alto, o por bajo.
Seguimos con aquel 1981. “Sobrevivimos haciéndonos gárgaras con las paradojas: mientras por un costado acusamos un 50 por ciento de deserción escolar, por otros costados asistimos lo más campantes al éxodo de los más creativos: uno de cada tres argentinos que nace se va, se vuelve extranjero.
(…) A cada tanto convocamos a algún pensador tipo Julián Marías para que nos dé un diagnóstico. Pero no habrá diagnóstico que valga mientras sigamos descerebrándonos o sumidos en el analfabetismo disimulado o en el éxodo. (…)
“Detalle: a don Sinatra se lo custodió con 80 hombres; al Picadero, donde cientos de actores, autores y directores conseguían cada noche revertir la chatura, no se lo protegió con nada. Las llamas, lo más campantes, cumplieron su abnegado cometido. Se trataba de persuadir mediante el oscuro miedo.
“Pero esto no es novedad: varias pinturas que representaron a la Argentina en París se pudrieron en un galpón de la aduana de Ezeiza: no pudieron retirarse. Lo impidió la muy eficaz burocracia.
“Pero justamente ahora no nos demos el lujo del desánimo. Da gusto decirlo por tercera o cuarta vez: No hay incendio de teatro que por bien no venga. El Picadero fue incendiado pero las llamas no pudieron apagar la llamita pasional de ese encuentro teatral más prodigioso que un milagro. Y hoy, eso que llamamos la gente, hace largas colas frente al Tabarís.
Posdata
Pasaron 40 años desde que, en plena dictadura, un Teatro incendiado dio lugar a una cadena de teatros que multiplicaron ese milagro que no cayó del cielo. En nuestro siglo pasado difícil encontrar un episodio cultural de la significación del Teatro Abierto. Fue una gesta. La dictadura por entonces ni pensaba en la salida democrática.
Recuerdo el día final de aquel Teatro Abierto que consiguió completarse: Alfredo Alcón le puso respiración a un poema de González Tuñón y el escenario se llenó de artistas y laburantes. El público los aplaudía con furia. De pronto, gritos inquietantes que venían de la calle. Las voces se corporizaron en cientos de personas que no consiguieron entradas y esperaron más de tres horas. Decidieron ingresar a como fuera, como un aluvión; rebasaron los pasillos de la sala para sumarse al aplauso final. Todo se convirtió en escenario. Todos nos aplaudíamos. Los que colmaban el escenario y la platea, y los incontenibles que venían de la vereda.
Con la épica de esa noche la criminal dictadura (violadora de la vida y violadora de la muerte) empezaba a desmoronarse, mientras trataba de agarrarse de los calzoncillos del neoliberalismo (el mismo que hoy quiere seguir arrasando con prepotencia). En 1981, con ese incontrolable fenómeno teatral estábamos haciéndole una cesárea a la más atroz de las pesadillas, para sacarle una aurora. Una cesárea hacia adentro, y desde adentro.
Pregunta que cae por madura: como sociedad, ¿aprendimos algo de aquel Teatro Abierto? Más preguntas: ¿Por qué nosotros, los supuestamente “progresistas”, los no fascistas, sólo nos juntamos cuando el incendio ya prendió? ¿Por qué siempre somos comentaristas tardíos de demencias consumadas? ¿Por qué persistimos en nuestra vocación de ser archipiélagos, dispersos fragmentos necios y vanidosos? Ser esquirlas de un conato de sueño no es un buen destino. Debiéramos juntarnos mucho más. Porque la pulseada continúa y es, y será brava. La pulseada viene desde mucho antes de Adán y Eva: no nos distraigamos: los muchachos neoliberales en el fondo congenian con la violenta ultraderecha. Se coquetean, se andan abrazando, matan por la espalda, prometen Mano Dura. Simpatizan con el fuego que elimina teatros y libros y, llegado el caso, seres humanos.
Ah, un detalle más: seamos libres responsablemente: vacunémonos por solidaridad hacia nuestros semejantes. Vacunémonos para poder seguir celebrando el milagro terrenal de los Teatros Abiertos. Vacunémonos en los día pares. Y en los impares. Y en las fiestas de guardar. Y amén. Y amen. Como los dioses y las diosas mandan. A descorchar se ha dicho: brindemos una vez más por el fuego hacedor del Teatro Abierto. Amemos sin mirar a quién, a rajacincha. ¡Viva el otro fuego, el fuego que le da semblante a los panes de cada día con su noche!
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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