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Los benditos celulares, ¿ya son una parte de nuestro organismo?

¿Quién tuvo la primera ocurrencia? ¿Quién fue el primero que prendió su celular para reemplazar la llamita del encendedor en el ritual masivo de un gran recital?

22/04/2023 23:15
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Si es que Dios existe –pongámosle que sí–, eso sólo lo sabe Dios. Pero lo evidente es que los celulares, para esto o para aquello, se han metido en nuestras vidas. Tenemos dos pies, dos orejas, dos manos, dos ojos, y tenemos el celular. Tenemos como parte de nuestro organismo.

    Así es: esto de los celulares encendidos para sembrar de lucecitas la noche y acompañar el orgasmo ceremonial de la canción culminante del imprescindible Indio Solari, o de quien sea, ya es cosa consumada y consumida. Entró en la categoría de los fenómenos sociales. Y entonces uno ¡qué más quiere!: tiene “tema” para incurrir en la seudo sociología, y cae en la irreparable tentación de hacer la radiografía de la güevada de turno. Allá vamos. Allá voy, y con qué entusiasmo reanudo reflexiones  que siguen latentes.

     La semana pasada tomé conciencia de que los celulares también se usan para hablar con el otro, con la otra, con les otres. Pero eso no es todo: de pronto me doy cuenta que el plomero utiliza la luz de su celular para alumbrar un recodo imposible en el lavatorio del baño. Con eso evita el uso incomodante de un portalámparas con alargue. De la noche a la mañana cunde como moda masiva, como moda patria, valerse del celular para otros usos. Y aquí tenemos la primera fácil deducción: nosotros, para adoptar modas, somos pioneros, excepcionales. A sabiendas de que no somos los “mejores de mundo”, presumimos ahora de ser los más ligeritos, los más rápidos. En realidad somos los más inexplicables.

    Convengamos que a veces somos rápidos al pedo, pero no importa. Con velocidad espeluznante convertimos lo artificial en algo natural. El viejo Serafín Ciruela diría que “en eso consiste la civilización, en hacer natural lo artificial”.

    Sigamos, volvamos: ahí están en el estadio mayor, de a miles, los alzados celulares. Segunda deducción: somos mandados a hacer para perpetrar sucesos épicos. A veces, como en el dudoso mundial de 1978, con la lluvia de papelitos. Otras veces con cacerolas. ¿Será esto la épica de la manada? Vaya a saber: para algunos analistas esto de celulares en lugar de encendedores es un hecho en el fondo enternecedor. Para otros es una patología patética.

    La cuestión es que con la prohibición del cigarrillo público, ¿a dónde  nos meteremos los encendedores? Parte el alma ver cómo de pronto los cordiales encendedores no tienen razón de ser porque no tienen razón de encender. Una lágrima por lo encendedores. Y elaboremos el luto.

    Volvamos para seguir avanzando. Los celulares se han convertido en una parte del nuestro organismo. Resulta insólito, insólito hasta el escándalo, encontrar en este tiempo a un ser humano que hoy no porte celular. Estos aparatitos son un vicio compartido, con fruición, por tres de nuestras cuatro clases sociales: los ricos, los clase media y los pobres curten celulares. La cuarta clase social, la de los desgajados, no tiene resto para otra cosa que la desesperación que se manifiesta bajo las formas de la resignación. (Por ahora eh). Pero, aparte de comer todos los días, su máxima aspiración es tener ¡pronto! un celular.

    El caso es que, en el vigésimo tercer año del siglo 21, estamos entretenidísimos con este objeto tan demandante que apenas si ocupa más lugar que un pañuelo. Son televisores jibarizados. Debemos reconocerlo: son prodigiosos : traen de todo, grabador, pantalla para ver películas, o para ver al otro, cámara fotográfica. Hasta sirven para hablar a la distancia. Traen de todo pero les sigue faltando el bidet.

   Si nos fijamos bien advertimos que con la marcha de los siglos las cosas no han variado demasiado: con los celulares estamos tan entretenidos como los indios, cuando llegó Colón con los otros muchachos “civilizadores” y empezaron a repartir espejitos de colores. Los celulares ¿vendrían a ser equivalente de aquellos espejitos? Vaya uno a saber.

    Pero, puestos a observar, tenemos que admitir que están pasando cosas graves, gravísimas, principalmente cosas debidas a la adicción a los celulares. Refiero un par. Por ejemplo, el otro día, a media cuadra del obelisco un tipo sumamente trajeado, con facha de argentino, se detuvo a hablar en plena vereda. Lo hizo sobre un puente recién alisado con cemento rápido, ese cemento veloz que en un par de minutos se endurece. El tipo terminó su charla, celular mediante, y al intentar seguir su caminata se dio cuenta que sus pies estaban inmovilizados. Se dejó ganar por la angustia. Empezó a los gritos. Entró en pánico, empezó a llorar sin asco: lógico, sus pies quedaron clavados, aprisionados en el cemento que se había endurecido en cuestión de minutos. Antes que llegaran bomberos y ambulancia para el salvataje un sabio cartonero que pasaba por allí le dijo al hombre: “Flaco, tranquilo. Soltate los cordones y salite de los zapatos y listo…” Eso hizo el tipo y se fue descalzo, mientras marcaba el número de su casa para contarle a su mujer lo que le había pasado “por culpa del puto celular”. Desagradecido.

   Otro caso: Juan R. le habla a su mujer, Estela de R. Claro, comunicación celular mediante. Son las tres de la mañana, ninguno de los dos se puede dormir. Hablan una media hora, hasta que se despiden, se dicen “hasta mañana”. Antes de apagar la luz, ella le reclama a él: “Siempre igual: Juan, te agarraste toda la almohada para vos”. 

    Todo es lenguaje. “De lenguaje somos”, me sopla el viejo Ciruela. Y de güevada también. Cuando el dedo señala algo en general miramos la punta del dedo, en vez de mirar lo que el dedo nos señala; algo que está más allá de nuestras narices. Hace un rato dijimos que los usos del celular son innumerables. Sin buscar mucho descubrimos que al celular lo usa el cirujano para concluir una operación cuando de pronto se ha cortado el suministro eléctrico. Lo usa el plomero –ya dijimos– para alumbrar un recodo del lavatorio, allá abajo, donde no entra la portátil con el prolongador. Lo usa Dios cuando se quiere comunicar con Marcelo Gallardo…

   Pero la cuestión se vuelve patética cuando al celular lo encendemos durante las comidas, estemos en casa o en mesa de amigos. Alguien debiera avisarnos: nuestra cuestión es que, más que nunca, estamos solos en medio de una multitud hecha a nuestra imagen y semejanza. Solos, desguarnecidos. Solos, sumergidos en una pícara paradoja: creemos que los celulares nos comunican y en realidad hace rato que nos están incomunicando.

    Si seguimos así no nos vamos a dar cuenta ni del Apocalipsis. Ni que que perdimos (porque los entregamos) al litio y a enormes pedazos de mapa que anidan el más preciado de los oros: el agua.

       

        *  zbraceli@gmail.com   ===   www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

 

 

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