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Hiroshima, 77 años. Nuestros nietos, ¿podrán contar el cuento? En tal caso, ¿a quiénes se lo contarán?

Las siguientes leves reflexiones se desataron con una columna que escribí hace tres años para el diario Página / 12 y con una entrevista que hice para la revista Siete Días, hace casi cuarenta. Voy a reanudar momentos de esos textos. El 6 de agosto de 1945 se soltó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Al tercer día no resucitó nadie: se soltó la segunda atómica, sobre Nagasaki. Caramba o carajo: dos bombas ¿preventivas?, dos escarmientos ¿pacifistas?

27/08/2022 22:48
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

    Lo innegable: en un par de pestañeos de eternidad, más de 260 mil muertos. Es decir: el equivalente en vidas a la voladura de 88 Torres Gemelas. Nada más. Nada menos. Antes de que se nos agote este aciago agosto del año 2022 después del sufrido Cristo bajemos un cambio, y otro y otro y otro cambio más. Mientras los 77 años de Hiroshima y Nagasaki se nos traspapelan, campantes, en el mundo pasan cosas.      

    Vale aclarar –para los hacedores de confusión– que nuestra Argentina está adentro de este mundo. Es decir, a saber: que aquí no inventamos la pandemia. Que aquí no tenemos nada que ver con la demencia armamentista de la OTAM. Que aquí no somos responsables de las maniobras militares en Taiwán. Que aquí no influimos en los peligrosos bombardeos de la central nuclear de Zaporiyia. Miremos un poco más: sucede lo que sucede: decenas de miles de hectáreas, con la complicidad del calor multiplican los incendios en Francia. California entra en pánico, se empieza a murmurar que “la divertida Miami puede desaparecer del mapa”. El presidente Macron afirma que “la solidaridad europea está en marcha”. Caramba, noticias intrascendentes empiezan a trascender, a significar. Por ejemplo: que “el 99 % de las tortugas marinas últimamente están naciendo hembras, esto por culpa del tan ninguneado cambio climático; esto según un estudio realizado en Florida por científicos –¡atención!– estadounidenses. Por aquí cerca de la localidad de San Pedro, en el Delta los incendios deliberados y digitados por avarientos sojeros surfean sobre la línea del horizonte.  Pero el humo trasciende a los incendiarios, el humo esta vez llegó a las narices de nuestra “Cabeza de Goliat”, es decir, de la mimísima Ciudad Autónoma de los ¿buenos aires?

    Hay más: desde hace una década las altas temperaturas hicieron que se empezaran a usar aparatos de refrigeración en las viviendas nativas de Alaska.

    Es evidente que la naturaleza nos está avisando. Pero seguimos sordos y ciegos para esos avisos. Los países del primer mundo siguen jugando al balero con granadas. Patético, encima se mofan de la pachamama. Pero, ojo al piojo, la naturaleza, la madre tierra ya hace rato que perdió la paciencia. Nuestros hijos, nuestros nietos, ¿podrán contar el cuento? En todo caso, en el supuesto de que puedan contar el cuento, ¿a quiénes se lo contarán?     

   Por todo lo anterior resulta imprescindible demorarse en la reflexión aniversaria de los 77 años de Nagasaki e Hiroshima. Pregunta para poner en remojo: con aquellos 6 y 9 de agosto, ¿empezó una nueva Era? La condición humana ¿subió al menos un escalón? El respeto al diferente ¿superó a la mera tolerancia? ¿Hemos desarrollado algo más que el músculo de la hipocresía? En fin: más allá del prodigioso crecimiento de la ciencia y de la técnica, ¿conseguimos que guerras y enfermedades endémicas y hambrunas y genocidios y analfabetización dejaran de ser inevitables costumbres humanas?  Como “condición humana” venimos cumpliendo años, pero en lo primordial, ¿hemos avanzado un centímetro? ¿Hemos ascendido al menos un escalón para mejorar la condición humana? (Esta pregunta me la dictó Alicia Moreau de Justo, cuando ya había cumplido los cien años de su edad).

   No hay caso: siempre asoma impúdico el desfasaje entre la evolución científica y el cretinismo moral. A la vista está: nada aprendimos del atroz genocidio judío, nada del ninguneado genocidio armenio, nada de los genocidios muy cercanos en nuestro mapa patrio. Ya dejamos atrás la segunda década del siglo 21, y en este mundo –tan distraído– los genocidios preventivos no cesan. Pedaleamos sin cadena. Mientras tanto, violamos aguas y aires y bosques, es decir: suicidamos raudamente al planeta.

   Haciéndonos gárgaras con la impunidad, estamos asistiendo a la Era de los eufemismos. Nuestra historia después de la Segunda Guerra Mundial podría ser contada eslabonando nada más que eufemismos. Somos unos (des)almados, hijos de eufemismos, tales como: Daños colaterales, Misiles inteligentes, En situación de calle, Racionalización de personal, Departamento de Relaciones humanas, Guerras preventivas, Analfabetismo (en vez de analfabetización). El colmo del cinismo se consagra cuando, eufemismo mediante, a la insoportable tortura se la nombra como Interrogatorio exigente.

   Naturalizados por los medios de (des)comunicación, los eufemismos amortiguan, minimizan, caretean, licuan, absuelven a las atrocidades y a la globalización de la esclavitud. Son, los eufemismos, la forma más vaselina de la impunidad. Por ejemplo, las asesinaciones masivas de Hiroshima y de Nagasaki, fueron informadas al mundo con eufemismos contenidos en dulcísimas frases: Se comunicó: Tuvimos que “soltar” la bomba –argumentaron– “para conseguir la paz antes”. ¿Soltar en vez de arrojar? La frasecita justificó y encima absolvió una bomba, y a los tres días a otra más. Con eso, las conciencias de la condición humana ¿se amortizaron?

  Hora de no mezquinarle el poto a la jeringa y de preguntarnos: ¿Y quiénes consumaron la barbarie? No fueron monstruos; esa denominación los absuelve: fueron seres humanos… A propósito: cuando nos llegan noticias de asesinos seriales que en colegios de EE.UU. se despachan en minutos a decenas de compañeros, brota la pregunta: ¿Cómo, pero cómo es posible? Es posible porque los autores, en su mayoría muy jóvenes, emergen de una sociedad que asimiló el eufemismo justificador de aquellas bombas con una naturalidad que hoy los hacer atrincherar en la paranoia. A tal punto que han convertido a la paranoia en ideología. Ahí tenemos: a la matanza en una cervecería la caratulan “Incidente crítico”. Un personaje borgiano diría: “Cosa de muchachos.” A todo esto la paranoia rompe bolsa y se desmadra. Apogea, flamea el cinismo.

   Demorémonos un poco más, revisemos algunos detalles de aquellos bombazos sobre Hiroshima y Nagasaki, dos ciudades inermes, que el 6 y el 9 de agosto de 1945 se aprestaban a vivir una jornada más. Valga la reiteración: qué significativo el lenguaje de los autores de la enorme tragedia. Ellos le avisaron al mundo que a las bombas las “soltaron” no que las “arrojaron”. Los macabros autores se semejantes hazañas al parecer no carecían de ternura: las bombas fueron bautizadas “Little boy” (Pequeño niño) y “Fat man” (Hombre gordo). Al avioncito que transportó la primera hazaña atómica se lo bautizó “Enola Gay”; esto, en homenaje a la madre que parió al piloto. Al padre lo saltearon.

   Seres derechos y humanos, sin duda. Y ahí tenemos a Charles Donald Albury, el copiloto del bombardero que consolidó el escarmiento pacifista en Nagasaki. El muchacho, junto al bombardero, posa rozagante, sonriente, bonachón. Joder, ¡qué cara de pelotudo feliz tiene!

    No es todo, el episodio atómico tuvo otros rasgos humanitarios. Por ejemplo: inicialmente se había elegido a la ciudad de Kioto como blanco para la primera atómica, pero resulta que el señor Secretario de Guerra, un tal Henry Stimson, amaba a Kioto: en Kioto había relinchado su luna de miel. Ese recuerdo salvó a Kioto de ser calcinada. Entonces se eligió a Hiroshima. A las 8.15, tempranito, porque además tenía mayor volumen de habitantes y era “más conveniente en términos de impacto publicitario.”

  Tras esto, ¿a qué le llamamos civilización? Nuestra condición humana está pendiente, está en cuatro patas. Hiroshima y Nagasaki siguen crepitando. Moralmente, somos un paupérrimo simulacro.

Con Johsie, sobreviviente

   Pronunciamos Hiroshima, y suena a palabra vacía, lejanísima. Para acortar esa distancia que pronto nos lleva a la indiferencia activa, comparto ahora unas líneas de un reportaje que le hice a una sobreviviente de Hiroshima. La entrevisté hace cuatro décadas para la revista Siete Días, en su casa de Vicente López, provincia de Buenos Aires. Escuchemos a Yoshie Kamioke en su empeñoso castellano:

–“Años 17 tenía yo y bomba cayó. Bomba Hiroshima 6 agosto, mi cumpleaños 10 agosto. Pasé cumpleaños durmiendo… Bomba me había cansado cuerpo mucho… Recuerdo ese día y duele corazón… Esa mañana salgo para oficina, el tranvía no viene, camino 45 minutos, llego estación y ruido de avión ¡y bomba! Estaba yo a veinte cuadras, pero cuando cayó bomba no sentir dolor, no sentir nada… Pobre Hiroshima mía… Bomba sin ruido. Bomba como viento fuerte, viento con rayo, resplandor amarillo… Ruido yo no escucho, sólo viento y mucho amarillo y el día es noche… Todo oscuro gritos ¡auxilio! Me levanto, camino, mi cuerpo chiquito pesa muuucho… Busco casa mía… De mi ropa sólo blusa blanca queda sana. Cara arde, yo no saber que falta mucho pelo en cabeza… Camino y caigo, veo gente desnuda y con pelo todo blanco…Yo muy cansada y asustada, yo poquito tonta… Tres horas y llego casa mía. Garganta y ojos arden, pero yo más siento cansancio. No puedo tragar agua. Mi madre saca blusa con tijera, me acuesta… moscas vienen y madre pone tul… Duermo cincuenta días, hasta que me levanto. Y sigo viviendo yo…”

   Yoshíe Kamioke tenía 29 años al llegar a la Argentina. Me dijo con orgullo: “Pero hoy Hiroshima lindo Hiroshima con flores Hiroshima con árboles. Cuando muerte cierre ojos míos, recuerdo de bomba terminará…”

   La conversación con Yoshie sucedió en una mañana soleada, de pleno invierno. Por momentos no hacían falta mis preguntas, Yoshie pensaba en voz alta:

– “¿Por qué guera? Con guera hijos mueren… gente sorda sin brazos sin piernas, gente ciega. Con guera sólo feliz la muerte.”

 

Posdata

   Estamos sembrados de misiles “inteligentes”, de hambrientos deliberadamente analfabetizados. ¿Cómo podemos resistir la lógica irreparable de los gerentes del planeta? Por empezar, aprendiendo por fin que nada hay menos liberal que el autodenominado (neo)liberalismo. Resistir, además, aprendiendo la paciencia de la solidaridad

   La memoria no es –como dicen–  retroceso: la memoria semilla futuro. Un futuro diferente. Tengamos muy presente que quienes “hacen feliz a la muerte” no descansan ni en los días de guardar. Ojo al piojo: los Bolsonaro y los Trump y sus simpatizantes argentinos se reproducen a rajacincha por lo dicho: porque la paranoia se volvió la más eficaz de las ideologías.

   A merced de la desatada absurdidad, el pobre planeta (con nosotros encima) va camino de convertirse en una Hiroshima, en una Nagasaki, sea Hiroshima o sea Nagasaki, el planeta entero convertido en un puñadito de indefensas cenizas envueltas en el celofán de los eufemismos que ni el viento se llevará.

   Cenizas nosotros, cenizas el planeta.

   ¿Estamos a tiempo de vadear el abismo? Tal vez tal vez: pero para eso tenemos –ya mismo– que vadear la indiferencia activa.

   Madremía madretuya madrenuestra, que estás en la Tierra... si es posible, si no es demasiado tarde, perdónanos. Pero, aparte de pedir perdón, algo más  tenemos que hacer. Por ejemplo: empezar a superar la idea de que el mundo termina en el umbral de nuestra confortable y enrejada casita.

    O nos despabilamos o nos vamos a la mismísima nada. Cuando la realidad se reitera es un derecho y un deber ser reiterativos en la denuncia crítica. Damas y caballeros: ojo al piojo, la naturaleza ya hace rato que agotó su paciencia. Repitamos el desolador estribillo: Nuestros hijos, nuestros nietos, ¿podrán contar el cuento? En todo caso, en el supuesto de que puedan contar el cuento, ¿a quiénes se lo contarán?

* zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

 

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