Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Soñamos despiertos; mientras, la realidad nos come por las patas.
Al vivir así, entre paréntesis, esta contienda deportiva mundial, succiona deseos, pensamientos, sueños, y hasta proyectos. Soltamos los presentimientos, recrudecen las supersticiones que estuvieron en su máxima intensidad en el mundial de futbol, desatamos insólitas cábalas, acudimos a la complicidad de las religiones para conseguir ayudas y ventajas celestiales. Coimeamos al “más allá” para mejorar la suerte de nuestros muchachos. Fueron semanas de pesadilla, de corazón en la boca, de papelitos y estribillos y banderitas replegadas, de euforia y/o depresión.
Y llegamos a un asunto que merece pausa para la reflexión: al compás de los medios de (des)comunicación, con la ansiedad hipnótica del Mundial, asomó el escondido patrioterismo nacionaludo. Es que nos siembran para confundir el “amor propio” con el “amor por lo propio”. El amor propio es enfermizo, engendra odios, nos pierde la chaveta; por él ingresamos en esa zona insana que tanto fogonean los himnos al comenzar o finalizar cada enfrentamiento: con facilidad caemos en la creencia de que la “patria” depende de un eventual puñado de jugadores. Una pelota que se estrella en el travesaño bastará para hacer saltar la térmica de nuestra zigzagueante autoestima. Más de una vez confundimos a nuestro marcador central con el sargento Cabral y a Messi con el mesías. Cuando sucede que arribamos a las instancias finales volvemos a creer que, efectivamente, Dios es argentino y estamos condenados a ser “los mejores del mundo”, en todo. Si llegamos perder otra final, volvemos a ser pechos fríos, los más fracasados. En el éxito o en el fracaso siempre despunta nuestra congénita enfermedad de ser los más. Últimamente resulta que nos consolamos opinando que somos “los más inexplicables del mundo”. De cualquier modo, siempre somos “los más”.
Aprovechando que estamos de olimpiadas tratemos de alzar alguna reflexión a propósito de nuestra tan arraigada inclinación a sentirnos superiores por el azaroso hecho de haber nacido en este pedacito de mapa que, de casualidad y por ahora, se sigue llamando Argentina. Sospechamos que si continúa el alevoso loteo patrio algún día, bastante próximo, la Argentina podría perder hasta el apellido y llamarse “Benettonia", por ejemplo.
Pero que no se nos escape la posibilidad de reflexionar sobre nuestra escondida xenofobia, sobre nuestro disponible racismo. La cosecha de medallas es más que magra. Y da la casualidad que el ganador de un oro es un argentino que nació en Bolivia. Caramba, caraxus, carajo. El disgusto no ha podido ser disimulado. No se nos da por pensar que el oro que recogemos es equivalente al oro que sembramos. Pero para eso hace falta paciencia. Y eso, la paciencia, no es algo que nos caracterice. El galopante “no hay plata” se extiende raudamente al deporte, al teatro, a la industria del cine, a las ciencias, a tanto etcéteras.
Sigamos reflexionando/nos. Acudo a una historia real (la difundió en medio mundo la agencia Ameuropress y la desarrollé en mi libro “Madre argentina hay una sola”. Tiene que ver con el desconsuelo vergonzante que nos produjo la medalla de oro que ganó ese muchacho argentino que nació y aprendió a respirar en la tan castigada Bolivia, Aquí va esa historia:
Un día del enero de 1974 Eugenia Sosa amasaba en su ranchito, cerca del río Pilcomayo, en Formosa. Sola estaba la mujer cuando sintió los cruciales dolores del inminente parto. Eugenia gritó para que la vecina que vivía a unos cien metros la escuchara. Se dio cuenta de que ya estaba para parir y tal vez tendría que arreglárselas sola. Se arrimó una sabanita, tuvo a mano un cuchillo filoso; se retorció, volvió a gritar. Y cuando ya empezaba a asomar desde su vientre la criatura, apareció la vecina, que, sin más, la ayudó a cortar y anudar el cordón umbilical. Fue entonces cuando las dos mujeres se dieron cuenta de que en el vientre esperaba salir un hijo más. Eran mellizos.
Ante la urgencia recordaron que del otro lado del río había un pueblito, ya en territorio paraguayo. Pueblito sin nombre en el mapa pero al menos con una precaria salita de primeros auxilios; allí siempre estaba una anciana partera que había nacido a casi todos los de por ahí. Ellas lo pensaron con la rapidez del instinto: antes de decir “crucemos el río”, ya habían caminado el trecho, y se deslizaban en un bote. Llegaron a la otra orilla y caminaron un par de cuadras hasta el dispensario donde atendía la anciana. Hicieron ese recorrido las dos, la vecina con el recién nacido en brazos y la otra, con el que iba a nacer en el vientre. No habían pasado ni tres minutos de llegadas al lugar cuando asomó con llanto victorioso el otro hijo. Todo muy bien: los mellizos por suerte sanitos y la madre a salvo y entera.
Por ese episodio, Eugenia Sosa alcanzó su cuartito de hora de celebridad. En menos de media hora había parido dos hijos en países diferentes: uno era argentino, el otro paraguayo. O viceversa. ¡Mellizos, de distinta nacionalidad!
¿Qué diferenciaba a cada uno? Unos metros de suelo nada cambian en cuanto a la condición humana, por más que entre esos metros pase una línea que determine que de allí para acá es Argentina y que de aquí para allá es Paraguay.
Posdata
Damas y caballeros, ojo al piojo: esto de los mapas es una soberana güevada. Fácil, muy fácil demostrarlo: si el segundo de los mellizos de Eugenia Sosa nacía también en el rancho de Formosa, ¿hubiese sido, por eso, superior a su hermano? Más claramente: por argentino, ¿hubiese sido más inteligente, más brillante, más vivaracho?
Vivamos estas olimpiadas y las que vengan con pasión, pero sin olvidar que esto de los mapas es un cuento que nos inventaron y acatamos con heredado entusiasmo. Cuando nos vienen los enconos nacionaludos, cuando el que no salta es un moco, cuando por esas cosas de las contiendas internacionales y de las fronteras quisiéramos aniquilar al de bandera o camiseta diferente; cuando eso nos pasa debiéramos pensar que los diferentes somos tan pero tan iguales.
A ver: ¿qué diferencia puede haber en ser habitantes de este pedacito de tierra o del pedacito de más allá? ¿Acaso cuando con la cabeza hundida en la almohada miramos adentro de la oscuridad nos somos hijos de la misma incertidumbre?
Ya es tiempo de enterarnos de que una línea de mapa es sólo eso: una mera línea. Y la nacionalidad, una mera casualidad. Porque la tierra es una solita. Y tan inmensamente pequeña. Y dividirla es una picardía que sólo le viene bien a los hambrientos fabricantes de armas, a los hacedores de genocidios preventivos.
Que el vértigo de las Olimpiadas no nos haga olvidar de la realidad que tendremos que afrontar dentro una o dos semanas. Consideremos: ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera. No olvidemos que la Tierra es apenas esa arenita que flota en el desmesurado cosmos. Recordemos que los nacionalismos, a la hora de la pelota, de las bicicletas voladoras, de las jabalinas son una reverenda pelotudez. Los mapas no significan nada, las fronteras nos entretienen con el odio y esas chucherías que denominamos guerras. Guerras no nos faltan, al parecer.
Ah, y que no se nos olvide celebrar la medalla de oro conseguida por ese arriesgado muchacho, apodado como el “maligno”; un argentino que, ¿casualmente? nació en Bolivia.
* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar
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