Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Reanudo algunas conceptos tejidos en esta columna a lo largo de una década y media. Alguna vez, a propósito del Día Internacional de la Tierra, escribimos: nos cantamos en la Tierra y no precisamente porque le cantemos a la Tierra. Las últimas celebraciones de tan ampuloso día fueron pasadas de humo: cientos de miles de hectáreas de nuestro mapa idolatrado ardían mientras, los unos y los otros, que vendríamos a ser nosotros (esta sociedad) en vez de ir al fondo de la cuestión, nos empeñábamos, para variar, en sacar “rédito político”. Obscenidad parecida a la que consumamos con la tragedia de Cromañón.
Como la necedad de los humanos no cede, es reiterativa, se nos vuelve un deber ser reiterativos en la alarma. Vayamos a ejemplos concretos: en los últimos años las noticias del verano nos avisaban que “por el cambio climático, hasta los esquimales necesitan hoy refrigeración”. Los inuit, en el Québec canadiense, instalaron aparatos para afrontar los 30 grados del mes de julio del 2006. A propósito de Canadá: en el último verano superaron temperaturas de 47 grados.
Otras noticias nos llamaron la atención: el huracán de enero del 2007 sólo en Alemania derribó casi 25 millones de árboles. Cada desastre actualiza el tema del dióxido de carbono que expulsan los amados automóviles. Y saltan las cifras: la Unión Europea marca como límite los 140 gramos por km. en los gases de escapes. De las 20 marcas más conocidas sólo 3 están por debajo de ese nivel. Evidente: los países del llamado Primer Mundo regalan sus conciencias ecológicas, en plena democracia, a las dictaduras de las superempresas. La cumbre mundial de científicos en París, en informe escalofriante, nos anunció que la temperatura media de la Tierra “subirá entre 1,8 y 4 grados en cien años y el nivel de los océanos aumentará unos 59 centímetros.”
Los humanos en 50 años destruimos más que en toda su historia. Minga de 4 estaciones de 3 meses cada una. Tenemos 8 meses de verano, 1 mes de otoño, 1 mes de primavera y 10 días de invierno. ¿Y los otros 20 días? Se los regalamos al azar, al entretenido jueguito de la “sensación térmica”.
Solemos decir que “Dios tiene látigo y no se le ve”. Está por verse. Pero lo del Dios castigador es argumento de doble filo. Mejor que invocar la multa divina basada en el chantaje del miedo, es sembrar una justicia genuina que ponga en su sitio a los que generan hambre y analfabetismo y analfabetización; a los que pudren las aguas y los aires, a los que invocan la tortura como ley patria, a los que saquean sin asco al planeta.
Ya es escandalosamente innegable: la Naturaleza es violada a raja cincha, especialmente por los países ricos, aparentemente los “más civilizados”. Esa obscena metáfora de la esclavitud que es la globalización nace de un sistema, aparentemente triunfante, al que llamamos capitalismo, o neoliberalismo. Viene de ese imperio desbocado que hace genocidios preventivos como quien hace kermeses para recaudar fondos.
Hasta ahora, salvo algún que otro tornado irrespetuoso, los mayores desastres se padecían en los países hambreados. Hasta ahora. Porque hace dos, tres años, recordemos, hubo un dramático corte de electricidad que afectó a 50 millones de personas, por empezar a Nueva York. Entonces el desenfrenado río de la multitud salió a las calles solidarizada por el espanto. ¿Atentado?, ¿Consecuencia del calor y de la calor? Por otro lado, Europa sudó la gota gorda, jadeó. Suiza, la de los bancos preferidos por nuestros atorrantes nativos, el año pasado tuvo el junio más sofocante en 250 años. La Europa occidental, tan dada a la xenofobia, no pudo cerrar sus fronteras de arriba: a 1500 metros de altura el aire superó los 30 grados. La sensación de Apocalipsis se acunó en Francia: ríos resecos, incendios, funerarias cerradas por falta de stock y 14 mil seres humanos muertos en un solo agosto.
Ya no basta con ser del Primer Mundo. La madre Naturaleza perdió la paciencia, se calentó, ofendida por la devastación de bosques, por la pudrición de aguas, por la emisión desaforada de dióxido de carbono, por la extenuación vertiginosa de suelos como los de Uruguay (destinados a producir árboles que serán devorados por las pasteras presuntamente generadoras de trabajo). O suelos como los de Argentina, destinados a la devorante soja, un viva la Pepa que alguien definió como “la convertibilidad de la agricultura”.
Así es: la Naturaleza se cansó de que la criminal globalización le toque el traste y algo más. La Pachamama se hartó, perdió la paciencia. Y ya no hace distinciones entre Primer y Tercer Mundo. Los 14 mil muertos de un no lejano verano de Francia, el apagón en Estados Unidos, el aire caldeado a 1500 metros de altura en Europa, los refrigeradores entre los esquimales nos avisan que el planeta entró en agudo default. Y el default alcanza ahora no sólo a los pobrecitos saqueados y empobrecidos genocidamente. Encima, aquí le sumamos incendios exterminadores de bosques que se producen sin querer queriendo. Estos incendios son celebrados por la voraz iniciativa inmobiliaria.
En cualquier verdulería de aquí, de París o de Nueva York encontramos la perfecta definición para lo que está pasando: “No somos nada”. ¿Es que vamos a caer en el triste consuelo del mal de muchos? No somos nada y seremos mucho menos que Nada si seguimos tolerando con la indiferencia, por ejemplo, que en un genocidio preventivo, como el de Irak, se invierta millonadas superiores que las que harían falta para terminar en un par de años con las plagas endémicas, con el analfabetismo y el hambre impuesto para miles de millones de humanos.
Mientras sucede esta condición humana al espiedo, tomemos conciencia de la inconsciencia. Vamos hacia un final planetario sin necesidad de bombas nucleares. Estamos mereciendo un apocalipsis que nos cocinará, sin retorno.
De todas maneras, damas y caballeros, meditemos algo difícil de negar: es infinitamente mejor decir “no somos nada” bien comidos y entechados y alfabetizados, que decir “no somos nada” a la intemperie, sin trabajo, frente al estupor de hijos hambrientos.
Antes de que sea demasiado tarde: cantémosle a la Tierra. Dejemos de cantarnos en la Tierra.
Los argentinos, por unas horas, estos días hemos sido el país más caliente del mundo. ¿Vamos sacar pecho por eso? Hemos hecho méritos para conseguir este verano insoportable. No lo olvidemos: el calor y la calor no nos vienen de arriba, no son casualidad, son el resultado de nuestra indiferencia activa. Metámosle nomás: sigamos incendiando bosques para cultivar soja a rajacincha. Viva la Pepa y viva el Pepe. Dale, dale que va, que allá en el horno no vamo’ a encontrá. (En realidad, en el horno estamos).
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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