Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Nos sucedieron 174 años, desde su muerte. Ni uno menos. El país, este país, nuestro país, hoy vive sumido en el desasosiego, crispado, en muchos casos aferrándose a la costumbre de la desesperanza. Aquí la palabra “democracia” es sólo una palabra, vaciada. Ni hablar de la palabra “libertad”, que nos ha sido afanada por la secta de los negacionistas, los practicantes del odio.
Damas y caballeros, el caso es que la Argentina está en venta: otra vez las joyas de la abuela se ofrecen en busca campante de dineros para pagar una deuda monumental que ni los nietos de nuestros nietos podrán cancelar. En realidad no terminamos de darnos cuenta de que ya casi nos quedamos sin joyas que vender; ahora la que está en venta es ella, la abuela misma. Pobre abuela, pobre patria, pobres de nosotros que hemos extraviado a todas las patrias que integran la patria grande, la Mapatria grande.
Voy a acercarme a don San Martín para conversar con él, desde nuestro arduo presente. Estamos en estado de pesadilla. ¿Será que nos han anestesiados? ¿Será que hemos extraviado el último resto de dignidad? ¿Será que hemos perdido la vergüenza?
No, no es casual que busque a don San Martín para conversar. Él fue un militar que llegó a general, pero antes y después que eso fue un “ciudadano”.
Comportarse como ciudadano fue algo que se impuso durante toda su vida. Fundaba bibliotecas en donde estuviera, amaba los libros, y los leía. Creía en el poder de los libros, un poder superior –lo escribió– al de sus ejércitos.
Uno se pregunta qué hubiera hecho don San Martín en esta actualidad, con una deuda externa obscena que –se presume– pagarán hasta los nietos de nuestros nietos. Y qué hubiera hecho, como gobernador de Cuyo, para afrontar este tiempo de calamidad económica tan heredada, atravesada de una pandemia ecuménica.
Hubiera hecho exactamente lo que hizo. Recordemos: en su momento el general ciudadano “exigió” la “donación” de joyas a las damas y familias más adineradas. Es decir, impuso una especie de impuesto a la riqueza por única vez. Impuso “contribuciones obligatorias” a comerciantes y hacendados cuantiosos; en su tiempo no se anduvo con vueltas: confiscó lo que había que confiscar. A los impacientes reaccionarios que en este tiempo sabotean la cuarentena los hubiera mandado con sus sonoras cacerolas al mismo carajo.
Sin duda que don San Martín jamás hubiera adherido al (neo)liberalismo. ¿Por qué? Todos sabemos que el (neo)liberalismo aborrece y se mofa del ideal de Patria Grande. Don San Martín fue constructor y libertador de esa Patria Grande, inclusive en la hora gloriosa de su gran renunciamiento. Cuando digo “patria” estoy queriendo decir “matria”, en definitiva decir Mapatria grande.
Un poco de memoria más: En estos años recientes nuestra patria estuvo “en descarada oferta”. La pregunta que persiste es: si quienes se han apropiado de la palabra “república”, realmente la respetan. Esta república que el reiterado (neo)liberalismo empujó una y otra vez a las patéticas “relaciones carnales”, ese (neo)liberalismo que dejó una industria aniquilada, sembrada de desempleados, de hambrientos, de analfabetos y de analfabetizados… En fin, quedamos a merced de los dueños de la arrasadora soja, esos caballeros que nos envenenan los aires y nos extenúan la tierra.
Voy a recuperar algunas líneas de otras columnas que escribí a propósito de aniversarios del 17 de agosto. Mi propósito es reflexionar no sobre San Martín sino “con” don San Martín. Y para esto me valgo de un librito que publiqué hace como tres décadas: “Don San Martín, ¿a usted qué le parece?”. En aquel texto conversé con palabras textuales de San Martín, palabras extraídas de sus cartas y de sus proclamas. Así lo traje a este presente. A esta patria incendiada por los cuatro costados. (Aprovecho para decir, ya que estamos, que aquella ocurrencia me fue plagiada sin asco en Mendoza y en medios porteños. Creo entonces que puedo darme el permiso de afanarme a mí mismo) Retomo algunos fragmentos de ese diálogo ilusorio que tuve con un militar que –insisto– ante todo y finalmente, como aspiración máxima fue comportarse y “ser un ciudadano”.
Voy por un pequeño tramo del diálogo ilusorio planteado en el libro:
–Don José, frente al poder del sagrado “Mercado” que usa la democracia como condón, ¿qué poder real puede tener una biblioteca?
–“La biblioteca es más poderosa que nuestros ejércitos”.
–Suena a música. Descorcho un vino de nuestra Mendoza... y brindo por el general ciudadano. ¡Salud!
–“Salud”… “Las ciudades multiplicadas se decorarán con el esplendor de las ciencias y las magnificencias de las artes.”
–Libros, ciencias, artes, científicos, Conicet... han padecido aquí exilios, bastonazos, gas pimienta, fuego. Últimamente, créame, los están liquidando…
–“Querer detener con la bayoneta el torrente de la opinión universal... es como intentar la esclavitud de la naturaleza. Los triunfos efímeros de las armas, descubrirán su impotencia contra el espíritu de la libertad... La patria no hace al soldado para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con cuyos sacrificios se sostiene.”
–Qué curioso, usted, un general victorioso, rechazó muy pronto la posibilidad de gobernar.
–“He tenido la desgracia de ser hombre público.”
–Eso que tantos civiles ambicionan usted lo llama desgracia.
–“Porque estoy convencido de que serás lo hay que ser, si no eres nada.”
–Pero usted al Poder lo tenía servido en bandeja. Era un presidente cantado, y sin la vergonzosa necesidad de que le escriban los discursos.
–Siento una “espantosa aversión a todo mando político.”
–Justo usted vino a tener esa aversión. En el siglo XX, después de un tal Uriburu, no se imagina la de presidentes sin Congreso ni urnas que tuvimos.
–“El empleo de la fuerza, siendo incompatible con nuestras instituciones, es, por otra parte, el peor enemigo que éstas tienen... Años de una libertad que no ha existido, deben hacer pensar a nuestros compatriotas.”
–Usted pudo ser un gobernante ejemplar.
–“¿Cuáles serían los resultados favorables que podrían esperarse” de mi persona “entrando al ejercicio de un empleo, con las mismas repugnancias que una joven recibe las caricias de un lascivo y sucio anciano?”
–¿Y si la patria se lo pide en este año 2024? Usted no se imagina la cantidad de almidonados, caceroleros y caceroleras que le pedirían que tire la Constitución al calefón, que tapie el Congreso, que participe de un banderazo alrededor del obelisco y que nos venga a poner Orden.
–“¿Será posible que sea yo el escogido?”
–Supongamos. Usted es el escogido. ¿Acepta ser nuestro sumo Presidente?
–“No. Jamás, jamás”.
–Pero don… es la república en llamas la que lo está llamando.
–“Mil veces preferiría correr y envolverme en los males que la amenazan, que ser yo el instrumento de tamaños horrores.”
–Cierre los ojos, imagine...Ahora una multitud en la Plaza de Mayo... “¡Se siente/ se siente/ don José está presente!”. Arrecia el clamor porque usted no sólo es Martín, es “san” Martín. Queremos un redentor, queremos otro papito que nos evite la incomodidad de pensar y de ser libres.
–Le dije: “el que se ahoga no repara en lo que se agarra”.
–No es delirio: usted hoy, en el 2024, es el candidato por espontánea exclamación.
–“¿Será posible, sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila, cubra mi patria de proscripciones?”…
–Tendría el apoyo inmediato de la gendarmería y de…
– “No quiero llorar la victoria con los mismos vencidos... Jamás. Jamás.” Insisto: “La patria no hace al soldado para que la deshonre... Cada gota de sangre que se vierte por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío, hagamos un esfuerzo...”
–Entonces, podremos contar con usted.
–Sí, podrán contar conmigo pero no como “verdugo de mis conciudadanos. Mi sable jamás se sacará de la vaina por opiniones políticas. Si algún día se viese amenazada la libertad... disputaré la gloria de acompañarles para defenderla. Como un ciudadano”.
–Eso necesitábamos escuchar. Salud, por usted ¡ciudadano!
–Soy “un general que, por lo menos, no ha hecho derramar lágrimas a su patria. No se acuerden de mí para ningún mando”.
–¿Y si, porfiados para la sumisión como somos, le rogáramos que asuma un redentor gobierno de facto?
–“Alto aquí. Voy a embarcarme... Adiós, mi querido amigo.”
–Espere espere, no se nos vaya. Ya basta de exilio y de puerto con niebla y de Ezeiza. Que el tango sea canción y no forma de vida… Don José, quédese con nosotros; se lo estamos implorando.
–“Paisano mío...”
–Viva aquí su eternidad. Mientras tanto nosotros trataremos de aprender a ser ciudadanos. Basta ya de hipotecar el futuro… Atención, atención, ¿escucha ese rumor?
–“Es la tempestad”.
–Pero, ¿hasta cuándo estaremos en tempestad?
–Valor. “Es la tempestad que lleva al puerto”.
–Don José, la tempestad está arrancando ventanas y volteando puertas... ¿Qué hacemos? Los bonistas buitres y el Riesgo País nos están comiendo por las patas.
–“Seamos libres y lo demás no importa nada.”
–Seré curioso, dígame: ¿Por qué está tan inquieto si esta tempestad nos lleva finalmente al puerto?
–Porque “la primavera se aproxima y no alcanza el tiempo para lo que hay que hacer”.
Posdata
El eco de la frase se queda adherido al paladar del aire… “lo que hay que hacer”.
Esa es nuestra cuestión: habiendo tanto que hacer, azotados por una pandemia mundial, hambreados y analfabetizados, persiste en muchos la necesidad de odiar, persiste la malaleche, persiste la desmemoria que garantiza la impunidad de quienes la pasaron macanudo antes, cuando no había democracia, y la pasan macanudo ahora, que la hay. Pero el problema radica en que estas damas y caballeros no sólo no hacen, ¡no dejan hacer! Necesitan el odio como razón de vida. Viven para la zancadilla. Denuncian la “grieta”, pero ellos cada día la ahondan: viven celebrando enfermedades y epidemias. Pero ojo al piojo: no caigamos en la tentación. No hay que prohibirlos, no hay que reprimirlos. Nada de gas pimienta, nada de balas de goma o de las otras. Reprimirlos con balas sería como condecorarlos.
En fin, sigamos trabajando y soñando, pero desde la buenaleche. Estamos en pulseada, como siempre. Si hay que dormir durmamos, pero con un ojo abierto y el otro también. Y no olvidemos lo que decía el militar ciudadano, don José de San Martín: “No alcanza el tiempo para lo que hay que hacer”. De eso se trata: de hacer lo “que hay que hacer”.
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