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Abrazar, de repente, a raja cincha; abrazar sin motivo, sin explicaciones; abraZSar ¡así!, con zeta y con ese.

Permiso. En este rato de palabras voy a recuperar y a extender la columna que hace unos días publiqué en la contratapa del diario Página 12. Haré una pausa, suspenderé el vértigo de las inevitables rutinas. Trataré de pisar en el lecho del sosiego y, retomando algunas pocas líneas de un sermón de mi libro La misa humana (Editoriales Diógenes y Galerna, 1998), le daré la palabra a las preguntas. A estas preguntas las carga la sed, aclaro.

02/12/2023 23:23
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

¿Por qué esta repentina necesidad de compartir preguntas? No se explicarlo. De todos modos, deshojemos algunas, paladeando la lluvia que sucede o la lluvia que debiera suceder. Observemos, por ejemplo: cada vez que damos un abrazo es porque alguien se va o regresa, o para dar el sentido pésame,  o porque el bendito almanaque nos dice que es Navidad o Año Nuevo.

   ¿Cuánto hace que no damos un abrazo de repente, sin motivo alguno, sin que medie ninguna explicación?

   ¿Y cuánto que no nos hincamos de asombro para beber el vaso de agua?

   ¿Y cuánto que no comemos nueces con pan a esa hora en que la tardecita es rumiada y mordida despacito por la noche?

   ¿Y cuánto, cuánto hace que no reparamos en las venitas del aire?

   ¿Y cuánto que no lamemos la despierta piel del aire?

    A ver, atención a esto: ¿y cuánto que no nos damos cuenta de que la música es el agua del aire?

   ¿Y cuánto que no silbamos una canción desconocida mientras hacemos los trabajos?

   ¿Y cuanto que no cantamos en voz alta en el auto o en el colectivo?

   ¿Y cuánto hace que no alzamos /////////// sin mirar a quién.

   ¿Y cuánto, cuánto hace que no decimos “buen día” pensando y sintiendo que el día será bueno porque nos regala otra vez la posibilidad del sol?

   ¿Y cuánto que no decimos “buen día” pensando, sintiendo que el día será bueno si lo sembramos bueno?

   ¿Y cuánto, cuánto, que no caminamos descalzos por la espalda de la tierra que nos parió?

    Las preguntas a veces suelen ser incomodantes:

   ¿Cuánto hace que no decimos exactamente lo que pensamos sin calcular las consecuencias?

   ¿Y cuánto que no lloramos en voz alta como lloran los niños que lloran en voz alta? (¿Hace tres, hace diez, hace quince, hace veinte años?)

   ¿Y cuánto que no soltamos a nuestras manos para que ellas pronuncien el amor que no saben expresar las pobres palabras?

   ¿Y cuánto que no abrimos la jaula de nuestro pecho para que salga por luz nuestro apretado corazón?

   ¿Y cuánto que no nos tomamos el pulso, no para contarlo sino para sentir, para celebrar la sangre que nos viaja, porfiada, por las venas?

   ¿Y cuánto, cuánto hace que no apoyamos nuestra acústica oreja sobre el pecho indefenso de alguien que duerme en nuestra casa?

   Damas y caballeros, vivimos despilfarrándonos. Vivimos porque se usa, porque en fin. Preguntita jodedora: realmente, ¿vivimos cuando vivimos?

    Vivimos desmayando nuestro aliento, desangrando nuestra sangre. ¿Esto nos garantiza el carnet de civilizados?

   Lo cierto, lo evidente, es que vivimos cancelando, descorazonando a nuestro corazón. ¿Acaso eso significa ser educados, ser gente de bien?

   Respiramos con alevosa impunidad.

   Despilfarradores, desmayadores, desangradores, descorazonadores, canceladores matamos el Tiempo mientras no quejamos que no hay tiempo y decimos que la vida se nos pasa demasiado rápido.

   Impunes de toda impunidad, afrontemos otra vez la jodida pregunta: realmente, ¿vivimos cuando vivimos?

   Tan veloces para las coartadas podemos decirnos que no podemos pasarnos la vida haciéndonos preguntas todo el tiempo. De acuerdo: pero consideremos que tampoco podemos pasarnos la vida sin preguntarnos nada; pasarnos la vida sumando digestiones, eructando con más o menos disimulo.

    Haber nacido, estar anotado en el registro civil es una cosa. Estar vivos es otra.  Pasa como con la bendita democracia: estar empadronados, ir a votar es una cosa. Ser habitantes ciudadanos, participar, comprometerse en los primordiales actos de cada día es otra.

   Dijimos: las preguntas suelen ser inquietantes, incómodas, peliagudas. Pero dejar las preguntas para mañana vendría a ser como dejar la vida para mañana.

   Pasarse la vida aparentando y consumiendo y lavándose las manos y esquivando las preguntas es una pena, es un crimencito perfecto por el que nadie va a la cárcel. Pero.

   Pero en realidad para ese crimencito de lesa inhumanidad no hace falta cárcel alguna: basta con haberse condenado a ser bien vestidos intestinos eructantes.

Posdata.   En estos días del mes de diciembre del año 2024 después de Cristo tomo una decisión. Concluida esta columna saldré a la vereda. Caminaré. Tengo que arriesgarme. Sin aviso y sin palabras le daré un abraZSo al primer ser que encuentre, sea joven o sea viejo, sea hombre o sea mujer. Un abrazo con zeta y con ese ¡así! Por ahí me ligo un carterazo o una trompada. Por ahí me denuncian por atentar contra la moral y las buenas costumbres. Qué sé yo. Por ahí.

   Por ahí sucede que no me animo y me quedo con el abraZSo atascado, pendiente, para siempre pendiente. En tal caso: ¿me dará la vida otra oportunidad para abraZSar de repente, sin dar explicaciones? ¿O me dejaré anudar por la jodida timidez? Como nunca, en este preciso tiempo tan insoportable, seamos Evas y seamos Adanes. Como nunca y sin preguntar, demos el abraZSo tremendo. No nos dejemos ganar por la derrota. No, por favor.

   ¿Cuánto tiempo me queda para abraZSar, para hacer lo que tengo que hacer sin mirar a quién? ¿Cuántos segundos de eternidad? ¿O será que tendré que resignar el abraZSo en la tan mentada Inteligencia Artificial?

 

* zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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