Por Roberto Suárez, Especial para Jornada
En los años 70 las empresas públicas, como los sistemas de seguridad social creados en décadas anteriores y que eran el pilar del Estado de Bienestar, comenzaron a padecer un fuerte proceso de endeudamiento y descapitalización. Con esto se inició un tiempo de intensos conflictos políticos, económicos y sociales que culminaron con la crisis definitiva del modelo. Se comenzaba a agotar la política de industrialización sustitutiva de importaciones, redistribución de la riqueza, capitalismo autónomo, mayor participación política y formas específicas de integración social. La alianza social que históricamente sostuvo ese modelo de autosustentamiento comenzó a deshacerse y creció brutalmente la puja distributiva.
Al promediar los años 70, bajo el gobierno peronista inaugurado en mayo de 1973, el modelo estaba atrapado en la espiral de una violencia desembozada, en la incapacidad manifiesta para resolver la polarización que se planteaba en la sociedad y en el escepticismo generalizado hacia la eficacia de las instituciones para contener la crisis. Finalmente, el país se encontró ante una situación en la que todo el sistema estaba recorrido por el temor: a la violencia, al poder de los sindicatos, al desorden, al conflicto, a los desbordes sociales y a la inflación descontrolada.
Las luchas internas del justicialismo y del sindicalismo por las porciones de poder se dirimieron en las calles por las vías de la violencia. En plena democracia, el aparato militar y represivo adquirió cada vez más preponderancia dentro del Estado, y coexistió malamente con el poder civil en esos últimos y dramáticos meses de la presidencia de Isabel Martínez de Perón. Además, se venían produciendo desde 1974 (año en que más asesinatos políticos se cometieron: Silvio Frondizi, Atilio López, Ortega Peña, el padre Mujica, entre otros dirigentes fusilados en la vía pública) constantes secuestros y atentados, llevados a cabo por la ultraderechista Triple A (creada por López Rega), y por el otro lado los grupos rebeldes, quienes sumieron al país en el caos y jaquearon el frágil estado de derecho.
En el ’75, el ministro de Economía Celestino Rodrigo lanzó un plan económico estabilizador que fue todo lo contrario: una violenta aceleración inflacionaria, que quedó en la historia colectiva como el “Rodrigazo”. Se iniciaba 1976 con un alarmante empeoramiento de la situación, y el fantasma de otro golpe militar empezó a sobrevolar y a cubrir con un manto oscuro a la Nación.
El país estaba virtualmente paralizado, la violencia y la represión en pleno movimiento. La crisis política estaba en el centro de la escena y el gobierno aparecía casi inactivo e impotente para frenar los peligros que acechaban, y se entró en un vacío. Un dramático llamado de Ricardo Balbín, en apoyo de la presidenta y en la búsqueda de una salida institucional, por la cadena de radio y televisión, citando al poeta platense Almafuerte, en su poema “¡Avanti!”, decía: “¡Todos los incurables tienen cura cinco segundos antes de la muerte!”.
Era tarde. Llegaba la muerte. Para las instituciones y, mucho peor, para miles de argentinos. Las Fuerzas Armadas, convencidas de ser garantes del orden, el 24 de marzo, dieron el golpe de Estado derrocando y deteniendo a Isabel Martínez. Se formó una junta integrada por representantes de las tres fuerzas, que nombró al general Jorge Rafael Videla como presidente y lanzó el Proceso de Reorganización Nacional, sostenida ideológicamente por la “Doctrina de la seguridad nacional”.
La irracionalidad del terrorismo de Estado llevó a cabo una masiva violación de los derechos humanos en una dimensión como no había conocido nunca la historia argentina, secuestrando, torturando, matando y haciendo desaparecer a miles de compatriotas, mientras el establishment, a través de Martínez de Hoz, se hacía cargo, como en otras dictaduras, del manejo de la economía.
El que mejor definió lo que pasó fue el escritor Rodolfo Walsh. A un año del golpe y antes de que los militares lo mataran, en una carta abierta a la Junta Militar, escribió: “El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Perón sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara los males que ustedes continuaron y agravaron”.
Fueron siete años y medio de dictadura, hubo 340 centros de torturas, con 8.960 desaparecidos detectados por la Conadep y 30 mil denunciados por organismos de derechos humanos. Son cifras que encierran una vida de infierno. Pero el estado del país era calamitoso también en lo económico y social porque produjeron profundos cambios en la estructura económica argentina, terminando por conformar un nuevo modelo económico basado en la acumulación rentística y financiera, la apertura externa irrestricta, comercial y de capitales, y el disciplinamiento social.
El saldo de 8 años de política económicas liberales generaron importantes resultados negativos:
La deuda externa había pasado de unos u$s 7.000 millones a u$s 44.000 millones. Más que quintuplicándose. Pasando del 18% del PBI al 60%. La nacionalización de la deuda privada fue unos de los hitos económicos de esa época. La persona que firmó el Decreto de nacionalización de la deuda privada fue el Presidente del Banco Central, Domingo Cavallo. El crecimiento del PBI promedio durante el periodo 1976/1983 fue de 0,6%. Con un crecimiento acumulado de no más de 3%. La inflación promedio para los 8 años fue de alrededor de 200% anual.
En esa situación de crisis institucional y económica tremenda tuvo que asumir el Doctor Raúl Alfonsín, encabezando el gobierno elegido por la voluntad popular, el 30 de octubre de 1983, hace 40 años.