La radio nos traía la gloria lograda por nuestro comprovinciano. Como con Pascualito en 1954 y Accavallo en 1966, había que madrugar para imaginarse la pelea a transistores desde Tokio y sufrir con el corazón mirando al Lejano Oriente. Faltaban siete meses para que la TV vía satélite se inaugurara en la Argentina.
Sin ninguna duda, Nicolino Locche ocupa un lugar único en la historia del deporte argentino. No solo por haber llegado a ser el tercer campeón del mundo que tuvo el boxeo de nuestro país, sino porque además lo fue con un estilo incomparable –en todo el mundo–, por lo absolutamente singular, personal y distintivo. Porque en un deporte cuya esencia es la destrucción física de los adversarios, él hacía que se autodestruyeran psíquicamente, por desaliento y cansancio. Ya que no pegaba, pero tampoco se dejaba pegar. Y los golpes furibundos que rebotaban en el aire, a su alrededor, extenuaban más al rival que si hubieran sido los suyos propios.
Si hubiera entonces que definir técnicamente a Locche como boxeador, debiéramos decir que fue un gran “tiempista”. Que aunque ingenioso y pulcro pugilista que basaba su ataque en una defensa excepcional, era tan intuitivamente racional y sagaz que conseguía que el tiempo derrotara a sus rivales. Sí, sí, el mismísimo tiempo. Después de hacerles descargar, minuto tras minuto, en el vacío y en vano, un golpe y otro y otro golpe. Como si hipnotizara a sus cada vez más enfurecidos enemigos, con el juego chaplinesco de su caminar, sus visteos y la picardía de sus esquives y amagos.
Y como lo hacía con un humor inocente, en un lugar donde siempre han reinado la brutalidad y la crueldad del más fuerte, al imponerse y ganar, invariablemente entre las carcajadas y las celebraciones de un público transportado a la infancia.
Locche brindaba desde el tablado del ring uno de los sueños más caros y antiguos de la humanidad: el triunfo del bien sobre el mal, del bueno sobre el malvado. Como en las películas de “Carlitos” Chaplin, el gran bufo inglés.
De ahí su atracción popular: por su carisma laico, universal –mayor que el de Justo Suárez y el “Mono” Gatica–, por la gracia ingenua con que atrapaba a las multitudes hasta hacerlas colmar las plateas del Luna Park.
Hacía delirar y llorar de risa al público. Era considerado un transgresor, un traidor a todas las normas del más rudo de los deportes. Dándole la espalda a su rival, se recostaba sobre la segunda cuerda para dialogar o saludar a algún periodista o amigo; luego escupía, se sonaba la nariz en medio del ring mientras frenaba con la otra mano extendida a un adversario furibundo que quería destrozarlo a trompadas. Hoy su recuerdo está más vivo que nunca, en todos aquellos que tuvimos la oportunidad de verlo arriba de un ring, y también por la tecnología, por la era cibernética, que permite que todos aquellos que no pudieron tener ese placer pueden encontrar navegando en la red en You Tube los videos de sus más importantes peleas, fundamentalmente la de la consagración ante Fuyi.