Por Roberto Follari, Especial para Jornada
Pero no hubo milagros, y a pesar del esfuerzo de muchos soldados y el heroísmo ejemplar de algunos, se perdió frente a quienes eran estratégicamente superiores, con soldados profesionales, equipamiento de última generación, e información otorgada desde el Norte.
Unas semanas antes, se había dado el espectáculo poco concebible de muchos miles de argentinos colmando la Plaza de Mayo y vivando a un presidente militar, que prometía que “les daremos batalla”. Un pueblo ingenuo, que pagó cara su expectativa, al verla pronto frustrada cuando la misma voz arguandentosa avisó al país que “La batalla de Puerto Argentino ha terminado”. Y esta vez fueron unos pocos los que se animaron a ir a la Plaza a pedir cuentas, a clamar por alguna explicación, algunos lloraban y exigían no rendirse, como si a esa altura ello fuera posible.
La mayoría de la población no vive atenta a la política, no sigue sus detalles. No los entiende, no porque sean difíciles de comprender –si bien tampoco son simples y obvios- sino porque no se ocupan de ellos. “Sólo se trata de vivir”, como dice alguna vieja canción, de modo que trabajan, se alimentan, se divierten, se enojan y disfrutan con los avatares cotidianos de su vida personal, laboral, barrial o familiar. Y eso es todo. La política es sólo un horizonte lejano, un fondo difuso sobre el que se dibuja la nítida experiencia de la vida personal, aquella que importa. De tal modo, no es difícil que sectores importantes de la población se equivoquen en sus reflejos políticos inmediatos: incluso pasa más en los sectores sociales medios cuyos intereses como espacio social son bastante indefinidos, por lo cual son los más expuestos al ir y venir de los acontecimientos.
Ya había pasado con los inicios de la dictadura. Ahora resulta impolítico decirlo, pero es cierto que a su comienzo un sector no pequeño de la población la apoyó. Es cierto: no sabían de la magnitud de los crímenes, tenían en mente dictaduras anteriores: las que siendo represivas, fueron laxas en comparación con la barbarie planificada que se desató en 1976.
Lo cierto es que ese sector nada menor de la sociedad argentina vio con buenos ojos la llegada de la dictadura, la cual, con sus políticas antipopulares y su plan de represión aniquilatoria, fue perdiendo de a poco ese crédito inicial con el cual llegó, el cual supo dilapidar rotundamente.
Pero no perdamos de vista que la sociedad –como allí ocurrió- se puede equivocar, y se equivoca. Hoy es casi unánime el repudio a la dictadura y sus crímenes, pocos son los que –como el grupo de Milei- se niegan a firmar una declaración en su contra. Y pocos los que reivindican la decisión de esa misma dictadura por la cual se lanzó la guerra por Malvinas, aunque hayan sido muchos los que en su momento la defendieron.
Un sector del progresismo político nacional apoyó la acción bélica: tanto, que aún dentro del exilio no faltaron los partidarios de la guerra, que la comentaban con pelos y señales, y daban lecciones de manejo de los Exocet, súbitamente famosos. Se hablaba con entusiasmo, como si se tratara de un partido de fútbol, acerca de las cabezas de playa y las acciones en Puerto Stanley.
Hasta que se despertó del sueño. La derrota nos dejó la amargura, el desengaño, los jóvenes muertos, la caída irrefutable. Bueno sería hacernos responsables, como pueblo, de aquel apoyo brindado a la aventura de Galtieri; como dijo un veterano de guerra en este aniversario en el que se los ha reconocido con justicia, “no sólo los jefes militares nos enviaron a Malvinas: nos envió también la sociedad”.
Esa sociedad que, como todas las del mundo, tiene dificultades para asumir sus propios errores y fracasos. Cuando dije en una conferencia, allá por 1985, que si se hubiera ganado los militares se hubieran eternizado como dictadura, algunos se enervaron contra mi afirmación. Pero les ocurrió porque a esa altura, ya sabían que eso era cierto.
Claro que las Malvinas nos pertenecen como territorio, que seguiremos bregando por ellas, y que hubiéramos querido que aquella guerra nos las devolviera. Pero los deseos no son realidad: y la lucidez es también una obligación social. Aquel apoyo a la aventura militarista costó vidas, frustró esperanzas, cerró vías de negociación factibles, y hasta pudo habernos condenado a varios años más de pesadilla dictatorial.-
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