por Emilio Vera Da Souza
El Gordo ya estaba harto. No lo dejaban dormir, no podía salir a caminar, hacía días que no miraba al cielo. De bañarse ya ni se acordaba. Tenía la misma ropa puesta desde que lo llevaron en la camioneta policial Dogde azul azul, en la parte de atrás, sin asientos, junto con otros ocho presos.
El Gordo puteaba bajito. Pensaba que era un boludazo por haber pedido, durante la asamblea con sus compañeros de trabajo, que hicieran una protesta por los despidos injustificados de los cuatro colegas periodistas del diario. Esa misma noche los llevaban presos a los que habían pedido la palabra en la reunión. Era un boludazo, pensaba. ¿Cómo no se dio cuenta que entre los presentes estaba el tipo ese al que todos señalaban como botón de la cana y del interventor de la empresa?
Le preocupaban los chicos.
Eran chiquitos y ¿cómo le explicaría la madre a los pibes que él estaría ausente tantos días? ¿qué pensarían los niñitos?.
Justo a él le venía a pasar.
A él, que no se metía en nada, que no le interesaba el sindicato, ni era delegado gremial por que no era peronista.
No entendía por qué se lo llevaron preso.
A los pocos días de estar en el calabozo, las condiciones del encierro cambiaron. Entendía menos que antes. De una noche a la otra todo pasó a empeorar. Más encierro, más gritos, más golpes de los carceleros, más llantos de los otros detenidos, más hambre, más frío. Más confusión. Lo único que había cambiado, era el día. Hacía memoria y en la cabeza la cuenta del calendario le decía que era 24 de marzo.
Pensaba… qué había de especial en esa fecha para que cambiaran tanto las cosas, y no encontraba respuesta.
Había un carcelero, el Negro Jorge, que le parecía conocerlo de antes. No sabía de donde, pero su cara le resultaba familiar. Habían sido compañeros de la primaria en la escuela Sargento Cabral, de Las Heras, pensaba.
Todas las noches, cuando se hacía silencio, el Negro Jorge, entre insultos, le indicaba que se acercara a la mirilla de la puerta del calabozo, le hacía poner la mano y le daba un huevo crudo. «Te comés hasta la cáscara, subversivo hijo de puta», le decía. Y se quedaba esperando hasta que se comía el huevo, con cáscara y todo.
En la celda pegadita a la de él, había un viejo, de barba larga y blanca, al que le rompieron los lentes y no veía nada. Caminaba contra las paredes para no caerse y por las noches cuando el silencio dominaba por sobre el miedo, el viejo recitaba de memoria las páginas que años más tarde, el Gordo descubrió en un libro de la casa de sus padres: «Crimen y Castigo» de Fedor Dostoievski.
Al Gordo y al Viejo, los trasladaron a la cárcel de La Plata. Lloraban en silencio. El Gordo pensaba en que los chicos estarían mal y que tan lejos no podría visitarlo la María, cuando dieran permisos de visitas.
Se equivocaba doblemente el Gordo. Ella lo siguió a todas las cárceles donde los trasladaban, justamente para que no los vieran los amigos y familiares.
Durante el traslado, los juntaron con otros presos de otros lugares.
El Mario, psicólogo, el Pelado programador de computadoras, el Hugo, que después inventó junto a otros más, una empresa maravillosa; el “Manzanita”, que estaba preso hacía un rato, el Diego que escribía en silencio, el “Pirincho” que venía de los fríos patagónicos, el “Pampa” que era de la Juventud de La Plata.
Encontró a uno que era preso con mucha experiencia ya que en cada asonada militar lo llevaban. Era del gremio de ATE de La Plata y todos le decían «El Preso». Conocía las cárceles desde Onganía. No dejaba de causarle gracia esa historia, al Gordo. Todos eran presos y a ese lo apodaban «El Preso»…
Durante el traslado, un santiagueño al que le decían «El Vasco», le recomendó en un tono más sabio que autoritario: «Gordo, cuando estemos en La Plata no le digás nada a los médicos, buscá entre las juntas de las baldosas del piso un alambrito y un hilo y sacá toda el agua del inodoro».
El Gordo no entendía nada.
Cuando llegaron a La Plata los hicieron bajar del micro en fila y había una doble pared de hombres de guardapolvo blanco. Había que pasar por el medio. El Gordo se puso pegadito a uno de guardapolvo y pensaba pedirle que lo llevara a la enfermería, pero cuando estaba por hablar, una lluvia de patadas, trompadas, y palazos les cayó a todos en el pasillo formado por los «médicos».
Se acordó de los consejos del Vasco y entendió varias cosas de repente.
En la celda hizo memoria y repasó todos los acontecimientos.
Los de guardapolvo blanco no eran «médicos», a eso se refería el Vasco. Y se puso a buscar.
Entre las juntas de las baldosas, luego de una milimétrica revisión, encontró un pedacito de alambre doblado, como un gancho y en un hueco más atrás, un hilo largo, resistente y finito.
¿Para qué es esto? se preguntó...
¿quién lo habrá dejado?
¿cómo sabía el Vasco que eso estaba en mi celda si no sabía a donde me llevaban?
Por la noche, muerto de frío, en medio de la oscuridad silenciosa y en la densidad del miedo y el cansancio, luego de la paliza de bienvenida, decidió seguir con las recomendaciones del Vasco y sacó toda el agua del inodoro.
Más tarde escuchó unas voces cercanas. Salían del hueco destinado a las inmundicias.
Se aproximó y una voz muy nítida que provenía del caño le decía que se asomara a la ventanita.
Así lo hizo y vio las manos del preso de al lado que hacía señas hacia el cielo.
El Gordo no podía creer lo que veía.
Un pulóver oscuro, colgaba mágicamente y se balanceaba de reja en reja desde los pisos más altos, en un malabarismo implacable que duró casi toda la noche. Allí se terminó de dar cuenta.
Se acordó cuando salían a pescar con el cuñado Juan Carlos al dique Agua del Toro, cerca de las montañas, entre San Rafael y Malargüe, por la Ruta 40.
Armó su precario instrumento de pesca con el hilo y el alambre haciendo de anzuelo y, cuando el pulóver llegó a su alcance, pudo pescarlo por las rejas.
No lo podía creer.
Comenzó a ponerse el abrigo tan fatigosamente conseguido y cayó un papel de esos de armar cigarrillos al piso.
Lo abrió y leyó el mensaje del Vasco que entre otras cosas decía que estaba en las celdas de arriba.
Se acordó del Negro Jorge que lo alimentaba de prepo mientras lo insultaba para disimular, y le hacía comer las cáscaras del huevo para no dejar pruebas de su solidaridad, del Viejo de barba blanca, que era director de un diario y escritor muy reconocido.
Vió todo en las imágenes, en esas fotos llenas de símbolos.
Pensó y entendió.
No estaba más solo.
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