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Mendoza es esto

Vivir en un casi desierto; dejar de esperar

07/11/2022 02:00
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Nos encontrábamos mirando a la calle. Los autos pasaban con estrépito; rápidos, como atronadores proyectiles, se lanzaban hacia el otro lado que no veíamos. Allá iban a parar los ruidos informes, agolpándose en un rumor inquietante.
—Hoy, un colectivo se paró justo enfrente. ¡Ahí estaba, haciendo un bullicio desesperante! ¡Casi una hora entera estuvo, en pleno domingo, con el motor encendido! —decía mientras se figuraba el vehículo. Con sus manos realizaba ademanes, movía sus dedos como cincelando el cuerpo del gran carromato, como dándole vida. —... no hubo caso. Le grité desde la ventana una, dos, ¡tres veces! Le pedí que por favor apagara el maldito motor y me dejara dormir, pero no hubo caso. ¡Es que Mendoza es esto!

«Esto». La palabra fue ganando espacio en algún fuero de mi alma y allí resonaba titilante como la retraída llama de una vela en un corral. Él había detenido su mirada a la vez que apretaba sus labios; mordía sus labios con aire fastidiado. Yo no lo miraba, pero lo estaba viendo. Pasaron algunos segundos que quizá nunca llegaron a pasar, dio media vuelta y emprendió la marcha sin decir palabra. Entonces lo miré, pero ya no lo veía.

«Mendoza es “esto”». Recordé aquel reciente escrito en el que hablaba a mis lectores sobre los placeres, los grandes placeres que me prodiga «esta» provincia. Les decía, poco más o menos, que se encuentra recubierta de bondades y que incluso «esto» que tiene, esa —si pudiera decirlo de semejante manera— parsimonia poblana, es parte de su encanto. Mendoza es esto y está bien.

 

 

A menudo pienso que uno debería vivir en el lugar que se le parece, pero todavía hay en esto diferentes matices que deben ser puestos a consideración, aunque no ahora (ocurre que nada es nunca tan sencillo o la sencillez requiere de un complejo primer momento de acomodación para luego llegar hasta lo simple). Por lo tanto, en este caso particular, el caso de mi interlocutor que despotricaba contra Mendoza, lo mejor que le viene es retirarse al paraje más adecuado a sus proporciones.
No suena nada decoroso —esto, más allá de que el decoro pueda resistir incluso al capricho o la queja proclamada— que uno exija invariablemente al olmo que de peras. Sí, una trillada, remanida frase, pero una frase simple (que se ha vuelto tal a fuerza de la acomodación aludida). Hay sabidurías populares —sí, las hay pese al adjetivo— que valen un Perú.

Sin embargo, lo que el decoro no llega a resistir es ese empeño que tienen algunos comprovincianos en referirse a su provincia como un lugar donde abunda la chatura, la cerrazón, el apocamiento, la tozudez, la miopía y toda esa ristra de descalificaciones, de orgullosos y lacerantes insultos. Todo porque resulta insufrible que no lleguen a notar que son parte insalvable de lo que vituperan. Entonces se ve claro que llegan a imaginar que se encuentran, por alguna presunción fugitiva, muy por encima de la media. Pero así las cosas: están en medio.

 

 

Mendoza es esto y está bien. Es un lugar en el que se anda despacio, un sitio a medida de un ritmo cansino; un emplazamiento que llama al reposo, al detenimiento. Es un paraje a veces desolado que aprendió a quedarse en lo poco como buen vástago del enfebrecido desierto. Mendoza, incluso, es un buen sitio para hallar la cuna de la muerte. Que no se me malentienda: digo que resulta propicia para tender el edredón del último lecho; un lugar para llegarse al descanso postrero. ¡Claro, ello porta toda dignidad! ¡Menudo sitio ha de ser este como para tener a bien el recibir los cuerpos agostados de sus hijos! ¡Tierra pródiga!

Mendoza es casa siempre abierta; como todo desierto, abre sus fauces al sol sin pedir nada, dándolo todo, dándose para siempre. Quedé rumiando si aquel amigo que me hablaba no llegó a darse cuenta jamás de que hablar en el desierto silenciario no es más que hablarse a sí mismo… Aunque también me pregunto si habrá podido dar con la respuesta, con la evidente resolución de que ha de bandearse hacia otros lares. Que debe abandonar la queja y disponer sus equipajes.

Que para ser del desierto hay que detener el reloj y dejar de esperar. Así, se acaban las lamentaciones.
 

 

 

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