Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Por antidemocrático. Tendríamos que pensar que, después de Milei, hay que seguir gobernando este hervidero de millones mordidos por el hambre.
¿Significa esto que estamos condenados a extraviar la democracia? ¿Ese extravío está latente? A la democracia no la debemos perder de vista. Es imperioso extremar nuestra imaginación ciudadana. Tenemos, entre otras cosas, que recuperar el concepto de Patria Grande. Porque quien dice Patria, dice Matria. Y quien dice Matria, dice Mapatria Grande.
Pero es que ¿acaso nos vamos a quedar entretenidos con este juego de sílabas? No se trata de jugar con las sílabas, se trata de agudizar nuestra imaginación. La Mapatria Grande se construye día por día amalgamando con hechos ciertas sílabas. La Mapatria fue soñada por Bolívar, por San Martín, por Castelli, por Belgrano, por Güemes. La Mapatria grande debe ser un sueño eterno, como quería a través de sus ficciones Andrés Rivera. Pero tengamos muy presente que a ese sueño eterno debemos construirlo cada día con su noche. Por ejemplo cuando hablamos de nuestra soberanía, de nuestro petróleo, de la educación, de nuestros maestros, del loteo de pedazos de mapa con enormes lagos incluidos.
Presiento que los próximos párrafos van a crispar a muchos de los eventuales lectores. A ellos y a ellas les pido paciencia (y clemencia). Porque voy a nombrar a Fidel Castro y a Hugo Chávez. Ciertos lectores y lectoras, de arranque me van a decir: “A ver si la cortás con Fidel, Hace años entregó el rosquete. Y el otro fulano también”. Les respondo invitándolos a considerar la más singular hazaña de Fidel y de Chávez. Concretaron una maravillosa hazaña a dúo.
Y esta hazaña de Castro y Chávez merece memoria histórica; supera incluso a la epopeya con el barquito Granma y a la victoria militar sobre los invasores en Playa Giron. Puestos a analizar, pienso que, muy traspapelada por los medios, se nos perdió esa hazaña sin antecedentes en la historia contemporánea; hasta donde se sabe. Y esto sucedió cuando Fidel Castro y Hugo Chávez concretaron un convenio para el más prodigioso canje que pueda imaginarse entre dos países: maestros alfabetizadores y médicos, a cambio de petróleo. O viceversa.
Reanudo conceptos reiterados en esta columna. Del analfabetismo se habla poco y de la analfabetización mucho menos. De entrada digo que no es lo mismo analfabetismo que analfabetización. Los índices de analfabetismo nos alarman de la boca (y de la barriga) para afuera. Pasa igual con el hambre que sucede, galopante, a pocos metros del umbral de nuestra enrejada casita.
Analfabetización más desempleo; igual a esclavitud. El neoliberalismo ¡qué más quiere! El analfabetismo consolida la mano de obra esclava. No es casual: siempre van a la par, codo a codo, el analfabetismo y la esclavitud laboral.
Cuando se dice que los países subdesarrollados pertenecen al Tercer Mundo se consuma otro eufemismo. Porque eso suena auspicioso, suena a que estos países pronto ingresarán en el Segundo Mundo y de ahí, con apenas un saltito, al Primer Mundo. No nos engañemos, ser del Tercer Mundo significa habitar un país que anida una pavorosa mayoría que ¿vive? sumida en hambre, ignorancia y promiscuidad. Millones de desgajados reemplazan la conciencia cívica por la desesperación. Amalgama todo eso el analfabetismo endémico y la analfabetización sembrada desde los medios de (des)comunicación.
A propósito del soñado Primer Mundo: en la década del Señor de los Anillacos, reconozcámoslo, aquí ingresamos al Primer Mundo. Pero, ¿a ser qué del Primer Mundo? A ser el inodoro. Aclaremos: hubo momentos en que mejoramos de rango y fuimos el bidet del primer mundo. Eran los tiempos de las relaciones carnales con el insaciable Imperio. Relaciones carnales, otro alegre eufemismo.
Sigamos. Nos escandalizamos cuando aparece la noticia de una criatura que murió de hambre. Pensemos que, alrededor de cada criatura que muere de hambre, hay un entorno de analfabetos o semianalfabetos. El analfabetismo garantiza esclavitud y consolida el hambre. Ese hambre que –decimos– tanto nos preocupa y nos escandaliza.
Más allá del rechazo visceral que Chávez y Castro le producen a tantos por aquí, por favor, tenemos algo que reconocerles: Chávez y Castro supieron concretar un convenio prodigioso. Venezuela le daba petróleo a Cuba y Cuba le pagaba a Venezuela con médicos de campaña y maestros para alfabetizar. Petróleo por alfabetización. Tan saludable noticia fue miserablemente ninguneada por los medios.
Hace un par de décadas publiqué en la revista Veintitrés una extensa entrevista a Silvio Rodríguez, el poeta cantante cubano. Un par de fragmentos vienen al caso. La conversación empezó así:
“–Silvio, ¿quién te enseñó a leer?
–Las primeras letras me las enseñó mi madre. Cuando todavía no sabía leer, yo hacía una cosa que creo que la han hecho muchos niños. Me fascinaban los comics –muñequitos les decimos en Cuba–, y yo aprendí a leer por ellos. Yo hacía que me leyeran alguna historieta y me aprendía de memoria los diálogos. Cuando llegaba gente a casa, empezaba a “leer” lo que me sabía de memoria. Sí, me gustaba fingir que sabía leer.
El diálogo siguió con Silvio contándome de su madre, que trabajaba de peluquera a domicilio, y después de su padre que “hizo de todo y empezó siendo obrero agrícola a los siete años”; más tarde fue tapicero, tuvo un tallercito de muebles y “embullado, enamorado de la revolución se puso a dar clases de alfabetización y a trabajar en el encaminamiento de prostitutas que empezaron a ser taxistas, oficinistas; se integraron”.
Silvio me comentó esto sobre la alfabetización de Cuba:
“–Te lo digo, no es tan difícil alfabetizar a todo un pueblo. A Cuba le costó parar un año las clases en las secundarias básicas, para darle oportunidad a todos esos muchachos que quisieran irse voluntarios al campo y a las montañas a alfabetizar. Y eso se hizo, se paró un añito y se alfabetizó a todo el mundo. ¡Y ya!
–No parece tan sencillo, Silvio.
–No es tan difícil, Rodolfo. Solamente hay que tomar la decisión de hacerlo. El cursillo que nos dieron a nosotros fue de un fin de semana. Es muy sencillo”.
De Silvio me quedó zumbando ese “es muy sencillo”. Y aquí está la cuestión: a los argentinos, las soluciones sencillas, nos resultan desabridas. Sólo nos movilizan las épicas sonoras. Siempre nos jactamos, como sociedad, de tener “una gran capacidad de recuperación”. Y sí que la tenemos. Pero para usar esa capacidad nos sometemos al cruel ejercicio de tocar el cielo con las manos, o de tocar fondo. En ese juego hasta llegamos a tocar abismo. De ser “los mejores del mundo” pasamos a consolarnos con ser “los más inexplicables del mundo”. Y así, al compás de las tardías cacerolas que sólo afloraron cuando nuestro sensible bolsillito fue violado, llegamos a preguntarnos: ¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¿Qué hemos hecho para merecer a un Milei secundado entre otros por su poderosa hermana, por Caputo, por Bullrich, por Petri y etcétera?
Posdata. Parecía que no se iba a morir nunca. Pero finalmente murió Fidel, y también murió Chávez. Y brotaron sonoros epitafios. Estoy cayendo en la tentación de perpetrar otro epitafio memorable. Y digo que aquel canje de maestros por petróleo entre Castro y Chávez, fue un suceso inédito en la historia latinoamericana y mundial habida y por haber. Con aquel pacto, ejemplar para los tiempos, la condición humana dio una vuelta de tuerca, subió un escaloncito, y eso fue para mejor. Sería saludable no olvidar esa sencilla hazaña esencial, revolucionaria. Ese ejemplo, para el mundo entero, se amasó aquí, en el regazo de la Patria Grande; es decir, de la Matria Grande; mejor dicho, de la Mapatria Grande.
La Mapatria Grande que sigue pendiente, que está por hacerse. ¿Quiénes la harían? La haríamos nosotros. Mejor expresado: la haremos.
zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar
__________________________________________________________________________________________________________________________________________
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.