Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Últimamente me encuentro algo agotado, por eso quizá se explica que, hace tan solo instantes, la perra de mi madre lanzó un estornudo y yo tuve la súbita reacción de responder: «¡Salud!». Digo encontrarme exhausto porque casi de inmediato espabilé, antes de proferir mi cortesía, y me sentí del todo un estúpido. ¡¿Qué más le da al bendito can que yo le sea cortés?! Así fue que me senté incontinenti a expresarles algo que me escuece de manera terrible.
Fue, precisamente, hace días, cuando las portadas de los periódicos lucían el titular: «Harán un monumento al perro rescatista que murió en Turquía»; pero más tarde: «Los perros rescatistas viajarán en primera clase y no en las bodegas de los aviones». Mi pasmo fue total.
Según se dice, el terremoto acaecido entre Turquía y Siria el pasado 6 de febrero dejó una cifra que raya los 50 000 fallecidos. Me pregunto, con toda la delicadeza de la que soy capaz en un contexto tal, cómo diablos es posible que la suerte de uno o cientos de perros signifique algo que merezca mayor atención que el exorbitante y por eso horripilante número de almas humanas que han abandonado este mundo. ¡Caen en mi memoria tantas citas literarias que quisiera acercarles para abonar mis palabras! La cosa es una: se procede sin escrúpulos a la abstracción de las vidas humanas, a la digerible y por eso grosera representación numérica de las muertes humanas, sin jamás pensarlas individuales, ¡pero cuando se trata de un simple chucho se yergue un monumento! ¡Es la nuestra una sociedad de cínicos, señoras y señores, ya se los tengo dicho! Una sociedad que enarbola la vida del perro, siempre desastrado, avenido con la suciedad, insensible para el gusto, presa de una condición de eterna dependencia; pero cínicos sin el robusto y vivo semblante de los clásicos. Oportunamente, leía a Luciano hace pocas semanas y, si bien debo admitir su viril y embriagador acento, no encontré más que un ingenuo panegírico a la pureza moral que, por encontrarla lo bastante reñida con aquel su mundo, no pudo más que asemejarla a la Naturaleza en reemplazo de Dios, como acostumbraba el paganismo. ¡Pero qué dignidad en sus exclamaciones! ¡Qué talante y qué vigor! Yo, recayendo en nuestro tiempo, casi no puedo contener mis impetuosos arranques contra una sociedad como esta, tan pueril y vulgar.
Con su extraordinaria agudeza, Ortega decía sobre las bestias que «viven en perpetuo miedo del mundo, y a la vez, en perpetuo apetito de las cosas»; que viven alteradas (en-lo-otro). Así lo he visto yo mismo, que he tenido incontable cantidad de perros, y, si soy transparente, debo decirles que jamás he observado distinción estimable entre unos y otros, principalmente, porque tuvieron por mentores a mi familia y a mí, que lo mismo quiere decir que, de ofrecer los chuchos retrato alguno, cualquier clase de rudimentaria personalidad, lo actuado no era más que un vago reflejo de estímulos proporcionados por nosotros. En el mejor de los casos, lo único que podré ver en el animal será un extravagante yo, una forma deformada de mi yo, un yo deslavado en sus ojos. «Animal», que recibe su nombre de anima, que viene a significar «lo que se agita y respira», lo que vive, lo que tiene alma pero no espíritu. ¿Seremos acaso tan miopes que amemos en los animales lo que de nosotros hay en ellos y no seamos capaces de tender primero la mano a nuestros hermanos destinados?
Los perros han aprendido de los hombres lo que saben mejor, ¡y todavía más!, lo han hecho gracias a un contrato unilateral: nosotros los hemos domesticado. Los animales no nos han hecho nada, nosotros los hemos hecho próximos, los hemos acercado todo lo que la genética presenta imposible. Así, si los canes se nos parecen no es más que por nuestra inducción. Y esta manera de ponerlo, eso de ubicarnos a los hombres como quienes les hacen es porque tan solo nosotros poseemos un yo volitivo; un animal solo puede sufrirnos.
Todos estos argumentos recontraprobados me inspiran una acibarada incomodidad; casi me parece mentira estar eyectando tantas obviedades, pero tal es nuestra condición que, como ya he dicho alguna vez, lo evidente se nos ha vuelto necesario. Incluso me inspira un temor furtivo, el temor de ser mal comprendido (y siquiera eso).
Pero tal vez esté equivocado y nos hayamos abajado a tal grado que estemos a la altura de un simple animal. De ser así, mis estimados lectores, no me quedará más remedio: seré consecuente y daré un paso al costado, abandonando para siempre mi labor literaria; echaré a andar en cuatro patas y entonaré cada noche un sostenido y lastimero aullido hacia la luna.