Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Yo no quisiera parecer cínico, pero es preciso que les confiese que a medida que pasa el tiempo me resulta muy claro eso de que hay que tener cierto recelo hacia uno mismo. Uno no puede darse por sentado así como así, menos todavía teniendo en cuenta que nos aborda incesantemente una mutación insalvable. Vamos siendo otros a cada momento, y así, resulta capcioso el considerarnos inalterados. Sin embargo…
Es triste, las más de las veces ocurre que son los demás quienes ponen en evidencia esa mi tendencia a la presunción; digo, son los otros quienes me demuestran —incluso de manera involuntaria— de qué manera yo confío hasta lo imposible en la imagen que me presento. ¡Pero tanto debería desconfiar de mis propios elogios! Porque, ustedes perdonen, es un elogio —y uno muy desagradable— la autocomplacencia.
Si uno pasa revista someramente por algunos de los textos más insignes que se nos han legado, descubriría sin dificultad cómo se ha hablado desde la más remota antigüedad sobre despreciar este tipo de alabanzas. Así, lo encontramos en Nietzsche, parafraseando inversa e intencionalmente a Terencio: «Cada uno es para sí mismo el más lejano»; pero también lo tenemos en Kierkegaard, cuando declarara que el significado y carácter de sus «extraordinarias posibilidades» durante su juventud no eran por él comprendidas —cosa semejante a las confesiones agustinianas: cientos de hojas preguntando a Dios por uno mismo—. De esta manera nos llegamos hasta Sócrates —aunque haya existido antes— y su sumisión a la ignorancia. Podríamos rebuscar tantos ejemplos… Sin embargo, ocurre que leyendo referencias literarias he dilapidado el tiempo que debía yo dedicar a esta columna y ya me corre el maldito reloj.
El caso es que existen innumerables alusiones sobre aquello de ser suspicaz con la suficiencia. Es algo que fue representado aquí, en Argentina, por Facundo Cabral: «Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario…», pasando por Freud: «Uno puede defenderse de los ataques…», hasta ir a parar a la máxima exhortación: «No seas sabio en tu propia opinión». Y ocurre que es exacto, la realidad nos viene. El primer camino para descubrir un indicio de lo real es captarlo por estímulos siempre foráneos; no podemos jamás brindarnos motu proprio los elementos que acusan que existe un mundo más allá de nosotros (esto, mucho más allá de lo que pretendan los idealistas).
Y así, damos con el quid del asunto. ¿Dije yo que mis semejantes son las más de las veces quienes me demuestran de qué manera confío en mí mismo? Así es, lo dije, y no he faltado a la verdad. Con esto he querido decir que me resulta pasmoso notar de qué forma tengo vecinos que se saben tan seguros, tan ciertos. Al cabo de unos minutos, escucho vivamente un: «Es que a Fulano le falta tal cosa»; «Ocurre que Mengana no sabe tal otra», y yo tiemblo de un fiero pavor. ¡¿Acaso quien lanza esas sentencias se ha considerado por un momento?! ¡¿Cómo puede estar tan seguro de que no se habla a sí mismo?! Así las cosas: la mirada que depositamos en el orbe debe encontrar un resorte que la devuelva a sí misma (la tan famosa reflexión). El espacio que nos rodea, que cincela nuestros contornos, también es un vórtice insaciable. Debemos regresar de aquellas ocasionales visitas, y debemos hacerlo con temor y reverencia.
Para dejar esta reflexión algo más sentada, y procurando volverla algo más consistente por miedo a que eche a volar sin remedio, debo decir que toda esta cháchara se origina de alguna manera por estar reflexionando sobre la extrema moral de los ascetas y del mismo cristianismo —esa moral poco entendida y todavía menos estudiada con rigor—. La mayoría de las verdaderas sabidurías de los hombres han dejado grabado aquello de la contención, el acallamiento de los propios instintos. Incluso el mismo psicoanálisis llegó a galantear con la idea de «impulsos irracionales». De alguna manera, yo también lo considero, ¡y temo mucho seducirme de incógnito! Uno, de manera inherente, busca su propia satisfacción y beneficio, ¡casi todo tiende a ello! Pero no puede ser más que una burda ilusión… un escaso refinamiento.
Si no llegamos al mundo para el cuidado común, la solidaridad y la abnegación, alguien trazó mal los planos. Pero… si acaso los planos estuvieran bien de esta forma, soy un convencido apóstata del orden establecido y me yergo decididamente en su contra.
¡Decididamente!