Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Los errores son una forma de resucitarse. Entiéndase en este caso: una forma de volver a vivirse. Uno permanece muerto demasiado tiempo, casi diría que uno sin quererlo se mata paulatinamente. Uno se olvida de uno.
A final del día, en un escaparate triste, depositamos el traje del que actuamos cotidianamente y es precisamente en ese momento cuando —si tenemos suerte— nos tocamos el hombro para advertirnos una vez más.
Errar el tiro, equivocar el camino o perder el paso... Aquellos infortunados momentos en los cuales se nos recuerda nuestra malhadada capacidad de apostar. Cuando entendemos que, como jugadores, somos muy exitosos perdiendo.
«¡Otra vez volver a empezar! ¡Maldita sea mi suerte!».
¿Será cierto que nuestro porvenir se trate de un camino oscilante; que se trate simplemente de un desviarse gracias a las normas de la vida que —como bien decía Rilke— siempre tiene razón en todos los casos? (Tal vez la vida sea más benigna y piadosa de lo que quisiéramos creer).
Si llegara a ser cierto que, como especie, hemos de saber siempre hacia dónde vamos, pues díganme cómo es que se consigue y cuánto vale el instructivo. Seré el primer comprador, se los aseguro. (Dicho sea de paso: sería un magnífico éxito de ventas).
Imagino que, para determinar un rumbo, primero sería propicio entender de qué se trata el juego y sus condiciones... Bueno, tal vez haya ciertas nociones respecto a lo que llamamos «condiciones». Lo cierto es que en determinado momento nuestro discurrir se torna sinuoso y vago, y las más de las veces es entonces, queridos lectores, cuando ocurre: se manifiesta el «Error».
Imaginé tal incómoda palabra entre comillas porque, luego de observarla y repetirla largamente, me resultó un tanto jocosa, caprichosa, capciosa y hasta un tanto inverosímil (la mayúscula es sardónica).
¿Existe acaso tal cosa? ¿Cómo definir un error así sueltamente si, en resumidas cuentas, no sabemos el significado que entraña? Si todo crece hacia delante, si el crecimiento es constante y en espiral ascendente, ¿podemos entonces determinar el alcance de lo que consideramos una equivocación? Quizá se trate de una preparación (del ya sugerido crecimiento), de un escalón trascendido hacia nuestro mejoramiento.
¿Existe la posibilidad de retroceder? ¿Será posible decrecer en un mundo que, de manera irrenunciable, nos ofrece prístina la aritmética del aumento en el transcurso del tiempo? ¿Será posible involucionar? (Nuestro Darwin estaría muy disgustado con siquiera considerar la idea).
Entonces, siguiendo con la línea de este humilde silogismo, ¿no es acaso necesario equivocarse? ¿De qué otra manera ha de hacerse consciente y perceptible nuestro mundo si no?
Y mis palabras resultan engañosas nuevamente, ya que no hago más que seguir preguntándome… que no hago más que seguir empezando.
Hermann Hesse, aquel maravilloso hombre, decía:
«Quien quiere nacer tiene que romper un mundo».
Que lo mismo sería hablar de alguien que, encontrándose cautivo de una pompa —o varias—, debe abrirse paso hacia la siguiente y así sucesiva y constantemente. Uno, a pesar de la preparación o transición anterior, ha de visitar un nuevo mundo, otra inédita y desconocida pompa, y deberá adaptarse y encontrarse presto a impredecibles eventos. ¿Acaso no es esta la metáfora de un recomienzo? Aunque tal vez más completo que en su mundo anterior, ha de construir su senda en otro todavía virgen. Entonces recuerdo, como tantas veces, a Machado:
«Caminante, no hay camino, se hace camino al andar».
¿Y no es entonces gracias a nuestros errores que las puertas se han abierto nuevamente para nosotros? ¿No hemos llegado gracias a ellos a visitar nuevos umbrales? ¡Cántaros desbordantes de nuevas posibilidades; cántaros de los que solo han de beber los que se atreven apasionadamente! ¡Solo un hondo encendimiento puede valernos para desbaratar el encierro de una pompa!
Sea cual sea el caso, tal vez no nos encontramos sino dentro de otra pompa más grande… pues como algunos sugieren también esto le sucede a nuestro universo (y nosotros no somos sino parte de él y con él somos uno).
Así es. Somos parte de un manejo incuestionable que nos ofrece planes desconocidos, que quizá no tenga oídos para nosotros, pero que nos brinda una música unívoca y perenne. Una música que pretende nuestra aceptación y nuestro arrojo al baile constante, a la danza del desarraigo y el desatino. Una música que nos habla constantemente y que nos cuenta; que nos llama con palabras que tienen la forma de la equivocación, que tienen la forma del error.
Nosotros seguimos siendo los espectadores modosos…
¿Seremos acaso tan sensatos como para escuchar?
¿Seremos acaso tan dignos como para bailar?
¡Adelante, bailemos al compás del error!