Por Luis Abrego
A casi dos semanas de la elección presidencial, más que entusiasmo o tendencias, lo que asoma es un escenario de descomposición e incertidumbre; de impaciencia e inestabilidad que demuele toda la expectativa que debería generar en sí misma, pero también, en coincidencia con los 40 años de democracia ininterrumpida en el país.
Por el contrario, lo que tenemos como contexto es un país con más de 40% de pobres, en el cual -además- el 60% de los chicos también lo son; que se encuentra lanzado en un tobogán económico devaluador a gran velocidad, con inflación de dos dígitos (la última de agosto, 12,4% mensual y un acumulado anual de 124%) y un dólar rozando los 850 pesos esta semana, sólo por citar las variables más cotidianas.
Pero como si esto fuera poco aún, la política proyecta sobre la sociedad imágenes obscenas, palmarias confirmaciones de la decadencia y la supremacía del relato sobre la dura realidad, y de la cual el escándalo de Martín Insaurralde es del todo ilustrativo del abismo.
En ese escenario los argentinos iremos a votar un nuevo presidente el domingo 22 de octubre, con el aditamento que de aquí a esa fecha no aparezcan en el horizonte nuevas señales que agraven todavía más el panorama. Argentina es un país donde las sorpresas más que tales suelen ser directamente escándalos.
Un tanto ajenos a ese sustrato de pobreza y corrupción, la campaña electoral parece haber transcurrido por carriles separados, a una prudente distancia de las necesidades y padecimientos de los votantes. En clave partidaria y lógica competitiva, los candidatos se enfrascaron (y aún lo siguen haciendo) en peleas de escasa trascendencia y mucho menos incidencia en la vida cotidiana de los argentinos.
De las PASO a esta parte, Javier Milei ha intentado hablar lo menos posible (y con ello, dar la menor cantidad de definiciones sobre cómo hará aquello que promete) atenuando o extendiendo en el tiempo sus explosivas consignas, por ejemplo, la dolarización. Algo que además a sus votantes poco parece importarle. Ha evitado las polémicas estériles, salvo alguna que otra para disfrute de la propia tropa. Sabe que el golpe de efecto ya fue dado y que sólo necesita saber surfear un mar tan revuelto para confirmar su lugar en un eventual balotaje, o por qué no, seguir sorprendiendo en su objetivo final de llegar a la Presidencia.
Patricia Bullrich, por su parte, parece enfrascada en pelear con el pasado, combatiendo un kirchnerismo en su momento más crítico, en vez de medir fuerza con aquel que le arrebató el concepto del cambio y que hoy aparece liderando los sondeos. Lejos de mostrarse como la alternancia responsable que pregona, se enreda en debatir con fantasmas. Mauricio Macri no la ayuda, como sí lo ha hecho el resto de la coalición que le generó triunfos a lo largo del país, imprescindibles para acumular poder político y gobernabilidad futura. Incluso, como oposición si su armado se mantuviera.
Sergio Massa ha demostrado la inconveniencia de ser juez y parte, ministro y candidato, presidente de hecho y aspirante que busca despegarse del cada vez más espantoso gobierno de Alberto Fernández. Sus numerosos deslices fiscales del Plan Platita lo siguen apuntalando como competitivo en la Argentina del Titanic, pero demuestran su faceta más nítida de irresponsabilidad y ambición. La pregunta es si ese despliegue de recursos públicos le alcanzará, o si por el contrario, sólo agravará las condiciones de una economía destrozada desde antes de su asunción y profundizada en su gestión.
Juan Schiaretti alienta necesarios aires federales pero se excede en poner sobre la mesa únicamente lo hecho en Córdoba. Imagina ser la puerta de inicio de la reconstrucción del peronismo tras el fin de ciclo K, pero deja dudas sobre la potencia y convicción de un PJ republicano como el que hoy también expresa Miguel Ángel Pichetto desde el interior de Juntos por el Cambio.
Myriam Bregman, en tanto, no sale del libreto clásico de la izquierda, con la libertad de saber que es la tiene menos para perder, y la necesaria audacia que supone no tener ataduras con el resto de los candidatos o las fuerzas que ellos representan. Confrontar con todos, no cuidarse de nada, le ha permitido diferenciarse como seguramente imaginó. Aunque sus propuestas sean apenas slogans o prejuicios ideológicos de incierta concreción.
Mucho de esto se vio en el debate y probablemente algo más se vea este domingo en la segunda instancia, pese a que algunos candidatos deberán -apremiados por las encuestas- cambiar sus estrategias y ser efectivos a comunicar algo más de lo dicho hasta ahora.
Eso sí, nada de esos mensajes puede ser capaz de hacernos abandonar la sensación de andar a tientas (o a los tumbos...); esa no asumida condición del fracaso de aquellos que entendemos que gane quien gane, el futuro no depara mejores días para tanto cansancio. Tan poca luz para tanto desconcierto.
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