Como parte de una agenda cíclica, Mendoza retomó esta semana la discusión sobre la posibilidad de una reforma constitucional, aunque ello, como ha sucedido sistemáticamente en las últimas décadas, volvió a caer en las encarnizadas peleas de coyuntura que sostienen oficialismo y oposición.
Así, y pese a este nuevo intento del Ejecutivo, es muy probable que el proyecto que Rodolfo Suárez envió hace dos años a la Legislatura reciba una negativa final al no conseguir los dos tercios necesarios para avanzar. Ese parece ser ahora un escenario al que el Gobierno quiere llevar a sus detractores para hacerles correr con el costo de su obstinación.
Por lo pronto, hay dos datos a tener en cuenta a la hora del análisis. En primer lugar, el hartazgo del gobernador que no logró, de ninguna manera en este tiempo, ablandar la resistencia del peronismo. Incluso ahora con una dura carta de rechazo en la que el peronismo denuncia que es el “orden institucional” el que se perdió en la Provincia, pese a que en esta ocasión los aires reformistas fueron caracterizados como una “reforma institucional”.
Un eufemismo que incluye polémicas modificaciones como puede ser la eliminación de la elección de medio término, o la transformación de la Legislatura de órgano bicameral a unicameral bajo el argumento de la disminución de los costos de la política (que por supuesto, a la misma política no le interesa demasiado, pero sí a los ciudadanos de a pie).
Pero también el proyecto incluye loables iniciativas como son la representación departamental, la responsabilidad fiscal o la autonomía municipal, hoy más necesaria que nunca cuando las comunas se hacen cargo de diversas tareas que deberían quedar en manos de otros niveles del Estado (el provincial o el nacional) pero que sin embargo asumen por la ineludible e intransferible cercanía que tienen con sus vecinos.
Pero no sólo eso, también se propone la adecuación de un texto constitucional más que centenario, que data específicamente de 1916, en lo que se refiere a la incorporación de nuevos derechos tanto individuales y colectivos como son los ambientales. Todo un bagaje de incorporaciones legales que permitiría tener una Constitución Provincial moderna y aggiornada, pero eso probablemente quede en la nada.
Y ello, pese a que también la propuesta de Suárez excluyó la posibilidad de incorporar la reelección del gobernador, una circunstancia que siempre funcionó como el detonante ideal para que los opositores de turno se negaran a considerar cualquier modificación necesaria.
El segundo dato de este nuevo intento (¿o naufragio?) es la virulencia del PJ para su rechazo, que ya casi sin argumentos para su negativa ahora denuncia que el “vínculo institucional” con el Gobierno está “roto”, producto de los últimos desencuentros, pero particularmente de la resistencia del oficialismo a abundar en explicaciones por el caso Bonarrico por el que incluso el peronismo ha denunciado penalmente a algunas de las principales figuras radicales.
Esta constante confusión de la coyuntura, o su uso, con lo que debería ser la construcción de un acuerdo de fondo para mejorar la Constitución Provincial, supone tomar al presente como rehén para no querer discutir el futuro. Un mañana en el que tal vez los actuales equilibrios de fuerza sean distintos, o se inviertan, o aparezcan nuevos actores, y no por ello puedan impedir una modificación que a todas luces es imprescindible para mejorar la vida de los mendocinos.
Así como la actual Constitución lleva 106 años sin modificaciones, es muy probable que el texto que alguna vez la reemplace tenga la misma longevidad. Eso implica mucha responsabilidad. Y si bien es cierto que una reforma constitucional es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de una mayoría circunstancial, también es real que una minoría también circunstancial no podría arrogarse el pleno derecho de obstruirla por completo.
Es imprescindible que unos y otros, oficialistas y opositores ocasionales, busquen los acuerdos necesarios y dejen de negarle a Mendoza la posibilidad de una nueva Constitución. Insistir en su bloqueo sólo genera frustración social y una imperceptible sensación de impotencia ante un mundo que avanza y una sociedad que evoluciona sin el necesario acompañamiento de un marco legal que lo sostenga como derecho y garantía para su ciudadanía.
En este ámbito también nos merecemos algo más de nuestra dirigencia política que por sus propios caprichos y enconos nos están impidiendo. Un dato que no es nuevo pero que no deja de ser sintomático de otras tantas frustraciones a las que lentamente nos vamos acostumbrando.