Muy probablemente, esta imagen no aparezca en la portada de los medios.
Es entendible, quizás. Messi no asoma festejando ni recibiendo el abrazo de sus compañeros.
Se le nota esa mirada profunda, abarcadora y seguramente periférica: observa el entorno sin necesidad de clavar la vista en la pelota.
El pie izquierdo se fusiona con el balón y viceversa.
Es el instante supremo y el que marca la diferencia con el común de los mortales.
Mira, sin ver. No le hace falta. Crea, sin planificarlo.
Y sigue inyectándole compromiso a aquello que ejecuta porque su amor propio le marca que hay que seguir dando la talla para estar a la altura de las circunstancias.
Leo es el prototipo del constructor nato, que siempre tiene un plus que lo ubica en una dimensión cuasi inaccesible para los demás.
Al momento del tiro libre, el murmullo de la multitud en el estadio es equivalente, en su nivel de expresividad, a la simbiosis con que millones de corazones, pintados en celeste y blanco, laten con la intensidad propia de la antesala y segundos antes de la explosión en cadena del júbilo esperable.
Habrá que acostumbrarse, alguna vez, a una Selección sin su figura referencial.
Solo cabe esperar que ese momento revulsivo arribe lo más tarde y lejos posible.