Por Sergio Levinsky, desde Barcelona
Será extraño no contar con la presencia física de uno de los mejores (sino el mejor, para muchos) jugadores de todos los tiempos, cuyo histrionismo determinó que no alcanzara con todo lo que nos regaló con su magia desde los campos de juego, sino, incluso, fuera de él, ya sea en el palco, como simple (que nunca lo fue) observador de los partidos, desde el banco de suplentes y trajeado, como ocasional director técnico, como en Sudáfrica 2010, y hasta con un micrófono, como afamado comentarista, tal como ocurriera para la TV española en Alemania 2006 o la sudamericana en Brasil 2014, cuando aquella gloriosa noche de Río de Janeiro, en el programa “De Zurda”, mostró al mundo un ejemplar del diario “Jornada”.
Maradona tuvo la particularidad de distinguirse siempre, en el lugar en el que le tocara estar, pero cuesta pensar, desde ahora, un Mundial sin su presencia, bajo cualquier circunstancia.
Este cronista, salvo en el caso del Mundial de España 1982 (que lo vio por la televisión siendo aún estudiante de periodismo), y el injusto de 1978, (cuando concurrió de hincha pero fue Diego el que no concurrió al ser excluido sobre el final por César Luis Menotti), tuvo la suerte de seguir su camino en cada uno de los torneos desde aquel impresionante de México 1986, cuando eran pocos los micrófonos y los grabadores en la concentración de Las Águilas del América en el Distrito Federal, o cuando fue el foco de atención y diatribas por parte de los medios locales, y depositario de los insultos desde la mayoría de las tribunas en Italia 1990, o cuando el torneo se detuvo al lamentarse de que le habían cortado las piernas al ser excluido de Estados Unidos 1994 por un doping producto de un “cóctel de sustancias” que luego se comprobó que era solo una, la efedrina, y sus derivados, sin que la FIFA echara nunca a su titular del departamento médico que dijo lo que dijo en aquella conferencia de prensa de Dallas.
Maradona, que cumpliría sesenta y dos años un día como hoy, si viviera, fue protagonista natural de cada Mundial. Por lo que fue como monstruoso jugador, pero también, por lo que fue capaz de hacer en el mundo del fútbol del otro lado de los campos de juego.
En pleno Mundial de México 1986 se opuso a que los partidos comenzaran a horas tempranas en ciudades con efecto de la altura y el calor, y no tuvo empacho en debatirlo a través de los medios con el mismísimo Joao Havelange, para afirmar tres años y medio más tarde, en Roma, que los sorteos de mundiales estaban amañados, lo que casi le cuesta una suspensión, aunque se mostró desafiante: “A que no se animan a organizar un Mundial sin mí”. Y así fue. Y también así, pudo haberse quedado afuera de Estados Unidos 1994 si no fuera porque a él se le ocurrió la idea de jugar doce contra once e incluir al hijo del “Búfalo” en el partido homenaje a Juan Gilberto Funes cuando ya la FIFA había advertido que si participaba, durante una de las dos suspensiones que tuvo por quince meses, suspendía a todos sus compañeros de la selección argentina que estuvieran presentes aquella noche.
Fue Maradona el que se enojó, se tiñó un mechón de rubio y hasta lució una camiseta con la foto de Fernando Redondo cuando éste se opuso a jugar en el equipo nacional que dirigía Daniel Passarella al ser obligado a cortarse el pelo, y otra vez fue el “diez” el que tenía prohibida la entrada a Japón para el Mundial 2002, aunque terminó yendo sobre el final del torneo. “Está más gordo”, le dijo una periodista nipona en una conferencia de prensa. “Y usted, más vieja”, respondió uno de los grandes genios que dio el fútbol.
Ya el recuerdo se hace más nítido cuando nos viene a la memoria el pasado Mundial de Rusia, tanto por aquella foto en la que aparece extendiendo los brazos, inclinado, en forma de cruz que remite a una imagen religiosa, como el poder, que nadie más puede tener, de que un partido de la selección argentina, y en un Mundial, quede en un segundo plano, aunque sea por segundos, al conocerse su presencia allí en el estadio, y con gente de distintas generaciones desesperada por acercarse y tocarlo, o contemplarlo.
Fue en aquel Mundial en el que comenzamos a vivir la zozobra de los rumores sobre sus problemas de salud, incluso uno que daba a entender que había fallecido cuando estábamos a punto de abordar el tren de regreso a Moscú, muy tarde en la noche, y no nos relajamos hasta que se desmintió la especie, horas después.
Tampoco nos olvidaremos de la multitud que rodeaba el estudio de Telesur, en la Barra de Tijuca, cuando aquella noche cruzamos todo Río de Janeiro, desde el centro de la ciudad, para encontrarlo en el programa “De Zurda” y pocas veces lo vimos tan feliz y relajado, hablando de fútbol, el tema que más lo apasionó siempre, sin ser nunca neutral, colocándose siempre de un lado de la raya: izquierda contra derecha, arqueros contra jugadores de campo, bosteros contra gallinas, trabajadores contra capitalistas.
Este cronista, que tuvo la suerte inmensa de verlo tantas veces, de verlo reir como cuando con ironía, nos preguntó cómo había salido Colombia en uno de sus partidos del Mundial de los Estados Unidos, como venganza del 0-5 de meses atrás, o de verlo llorar cuando lo descalificaron de ese mismo torneo días más tarde, cree que el día más feliz de Maradona en un Mundial no fue ni el del título de México 1986, ni el de los penales contra Italia en 1990.
La sonrisa más genuina, el mayor estado de felicidad que estas vivencias nos recuerdan, fue la de aquella tarde en Turín, tras el 1-0 a Brasil por los octavos de final del Mundial de Italia, con aquel gol de Claudio Caniggia a Taffarel, tras un pase producto de su magia a uno de sus mejores amigos del fútbol.
Maradona apareció en la conferencia de prensa con una vincha rojiblanca y con un indisimulable gesto de alegría inmensa en su rostro, ese que seguramente buscaremos en la adversidad, en los momentos más complicados, cuando la pelota se acerque al arco argentino, cuando algún delantero peligroso encare hacia el arquero albiceleste, cuando un remate potente nos dé la impresión de que va a introducir la pelota en el lugar menos deseado, pero también cuando Lionel Messi comience a encarar, cuando Lautaro Martínez empiece a perfilarse en el área rival, cuando Ángel Di María tome una leve carrera para sacar un remate desde tres cuartos.
Allí, seguramente en ese instante, se nos volverá a aparecer con aquella sonrisa de Turín, nos guiñará un ojo, cómplice, y nos dará esa tranquilidad que tanto buscamos. Y si Messi logra alzar la Copa al cielo, no habrá nada ni nadie que pueda impedir que pensemos que Maradona debe estar por ahí, dando vueltas.
Porque no hay Mundial sin Maradona. O en el campo de juego, o en el palco, o ante un micrófono, o sentado en un banco, de traje, o donde sea que esté, o lo pongamos.