Por Sergio Levinsky. Especial para Jornada
Cuando aún en carne viva por su partida a los casi 93 años (los cumpliría el 2 de abril que viene) escribo esto, imagino hacerlo con “Oblivion” del gran Ástor, que es la que más lo identificaba. Una noche, presenciando uno de los tantos conciertos a los que asistió en su vida -porque no hubo sala importante en la que no haya estado, desde La Scala de Milán hasta el Bolshoi de Moscú, desde la Ópera de París hasta el Carnegie Hall de Nueva York- ya iban por los bises, la orquesta ya iba a retirarse y la cortina iba a bajar y pensó muy fuerte como deseo que la última pieza de aquella noche fuera “Oblivion”, y se cumplió. Lo contaba con una mezcla de incredulidad y satisfacción.
Alfredo, mi padre, fue un apasionado, un tipo libre, que siempre hizo lo que se le dio la gana, especialmente en el último cuarto de su vida, cuando decidió hacerlo en soledad. También, con ideas de izquierda desde muy joven, creyó siempre en el progreso, en la educación pública, laica y gratuita, se quemó las pestañas estudiando temas odontológicos hasta avanzada edad, fue un precursor de la implantodontología en la Argentina, allá por los finales de los años Setenta y proyectó para sus hijos que fueran sensibles, cultos y educados.
Alfredo había nacido en Asunción del Paraguay por esas cosas de la vida. Su padre, José Eusebio Levinsky, había llegado de Ucrania (cuando pertenecía a la Federación Rusa) a Mendoza, junto con su padre (mi bisabuelo), que murió al poco tiempo, en los finales de la segunda década del siglo pasado, y lo único que traía desde su ciudad natal, Kremenchuk, era un carnet de periodista. Ya en Buenos Aires se convirtió en corresponsal del diario “Crítica” desde la guerra Chaco-paraguaya y tras casarse y ya con dos hijos se fue a vivir a Asunción, donde fue director del diario “La Tribuna”, mientras tenía una importante juguetería en la calle Palma, una de las mayores referencias de la ciudad. Allí nació mi padre en 1930, aunque como tantos jóvenes, tuvo que emigrar a la Argentina en 1947, con el golpe de Estado de Higinio Morínigo. La situación de la familia era imposible por lo que Eusebio escribía en sus columnas, al punto de que a su esposa Rebeca -mi abuela- la mandaron a llamar a la Casa de Gobierno para darle un plazo al marido para que abandonara el país. Así fue que el padre de familia fue el primero en dejar la casa, hubo que desmontar el negocio, dejar el comando del diario a su socio, y partir. Al poco tiempo lo hizo Alfredo, solo, en un camión maderero en el que se acomodó como pudo, luego de despedir, para siempre, a su mejor amigo. Había que cruzar a la Argentina como fuere, y conseguido el objetivo, perdió un año escolar por las equivalencias para luego poder ingresar a la Facultad de Odontología y graduarse cinco años más tarde, en 1954. Allí trató a dos jugadores de renombre, que compartían fútbol y estudios: Eliseo “Cacho” Prado (de la “Maquinita de River de los cincuenta junto a Vernazza, Walter Gómez, Labruna y Loustau) y el compatriota paraguayo y delantero de Boca, Rubén Fernández Real. Claro que Alfredo era apenas un estático wing derecho con ciera pegada con algo de potencia en los remates.
Ustedes ya pueden imaginarse uno de los primeros actos de mi padre al llegar a Buenos Aires, luego de reunirse con Eusebio: asistir a un partido de Boca en la Bombonera. Hincha de Olimpia, en Paraguay, y aunque su hermano Arón (mayor y argentino) era de la contra, Cerro Porteño, los dos seguían las transmisiones radiales de Boca a la distancia. Nunca olvidó aquella formación del partido ante Rosario Central: Vacca; Marante y De Zorzi; Sosa, Lazzatti y Pescia; Boyé, Corcuera, Sarlanga, Vázquez y Pin. Alfredo no faltaría nunca a ningún partido de los xeneizes entre 1947 y 1962, y eso que en ese lapso, sólo pudo ganar el título de 1954. En 1962, estuvo aquella tarde en la que Antonio Roma le contuvo el penal a Delem que decidió el nuevo campeonato para Boca y en el momento en el que “Tarzán” se adelantó varios pasos y ante la protesta del ejecutante brasileño, el árbitro Carlos Nai Foino pronunció aquella frase tan conocida, “Penal bien pateado es gol. No puedo hacerle repetir un penal en la Bombonera”. La avalancha fue tan fuerte que tuvo que andar con un yeso en el brazo por bastante tiempo. Al regresar a su casa, su esposa Ana (mi madre, también odontóloga) le dijo que no podía seguir yendo. Ella estaba embarazada de siete meses de quien esto hoy escribe. Alfredo aceptó resignado, pero mucho no aguantó la situación, y ya transmitido el virus de la locura por el fútbol, y con visitas a una abuela materna que vivía a cuadras del Viejo Gasómetro, Alfredo cedió nuevamente a la tentación con un hijo de apenas cinco años al que llevó a ver a Los Matadores campeones de 1968.
Desde aquel momento, con rabietas, desencuentros o lo que fuese que la vida depara, padre e hijo encontramos un código en común a la hora dominguera de los partidos, que fue cambiando de forma cuando uno abrazó el periodismo, y con el tiempo, cuando en su caso la TV le ganó a los partidos en los estadios. Años más tarde, el ritual pasó a estar detrás de una pantalla, y con Alfredo, ya con mucha más avanzada edad, con un lápiz o lo que tuviera a mano, señalando el punto donde debía pararse el goleador, o el volante central. Gracias a él, este periodista pudo ver por única vez en su vida, en una cancha, a Pelé (en 1974, ante Huracán, en un amistoso por los festejos del título del “Globo” de 1973), y una maniobra suya nos permitió ver el debut de Diego Maradona en Boca, ante Talleres de Córdoba. Volvíamos de las vacaciones veraniegas desde Miramar a Buenos Aires (unos 450 kilómetros) y ya en la capital, cada uno pensó que las plateas las tenía el otro, pero lo cierto es que habían quedado en la costa atlántica. Por la radio, se decía que fuera de la Bombonera había más de veinte mil personas pugnando por una entrada. Alfredo vio la cara de desilusión de su hijo adolescente, que ya estaba resignado buscando a qué otro partido asistir (porque eso era condición sine qua non) y se le ocurrió la loca idea de ir igual a la Bombonera, sin nada que mostrar. Llegamos, encaramos hacia la puerta, mi padre explicó la verdad al portero, le ofreció dejarle nuestros DNI hasta regresar, y nos dejó pasar advirtiéndonos de que habría otros controles más duros. Pero tozudo, y con total seguridad, Alfredo volvió a repetir la misma cantinela e insólitamente, ya estábamos en la zona de las plateas. Y el milagro sucedió: al llegar a los asientos correspondientes, que estaban ocupados, al ver que los vecinos nos saludaban por años anteriores con el mismo abono, los “usurpadores” se levantaron como resortes, y terminamos en los asientos de siempre, como si nada.
Alfredo no era un tipo fácil, en absoluto. En el hospital de niños en el que trabajó (en el límite entre la Capital Federal y la Provincia de Buenos Aires) por décadas, se negaba a cerrar la puerta a la larga fila de personas que tal vez habían hecho kilómetros para ser atendidos, aunque esto le costara problemas con los jefes. Hacía pelotitas de algodón y las ponía en las cuerdas del torno para que estas se deslizaran ante los ojos asombrados de los pequeños pacientes, y se presentó varias veces a concursos por cargos contra colegas acomodados por el poder. Lo vimos sufrir en mi casa preparando inútilmente la ponencia para chocar contra un sistema que ya estaba podrido desde aquellos inicios de los Setenta.
Otro clásico de los domingos a la mañana era el del espacio para el oído. Alfredo tenía una gran discoteca y un amplísimo conocimiento de ópera y música clásica. Si este cronista puede tararear completa la obertura “1812” de Peter Ilich Tchaikovsky se debe a la magistral clase de su padre, que iba contándonos, a sus dos hijos (mi hermana Judith es abogada), los altibajos de la guerra entre Rusia y la Francia napoleónica a partir de los distintos tempos y de la intensidad de los instrumentos. “Ahora atacan los franceses”, “Escuchen, ahora viene el repliegue”, “ahí viene la arremetida final de los rusos”. Así es que nos hizo diferenciar entre una orquesta de un gran director (como Herbert Von Karajan, Arturo Toscanini o Zubin Mehta) de otros que no lo son tanto. Nos hacía comparar versiones y conocer a los distintos compositores. Cada domingo bajaba desde el quinto piso, desde la casa de unos vecinos, a nuestro patio, un parlante que ayudaba en el cometido. Eso no significa que mi padre no escuchara cualquier otro tipo de música, especialmente el tango (en sus años mozos, era hincha de Osvaldo Pugliese, pero no renegaba de Osvaldo Fresedo o Juan D'Arienzo, si bien terminó identificándose con Piazzolla), pero nunca escatimaba cuando se le sugerían temas de Silvio Rodríguez, Los Beatles o lo que fuera. La música para él se dividía en buena y mala, nada más.
Ávido lector de libros y diarios, y habitual del cineclub (especialmente de películas europeas o independientes), en el último cuarto de siglo quiso viajar todo lo que antes no pudo. Lo hacía en soledad y preparaba meticulosamente cada periplo, sin agencias ni guías. Hasta cerca de los noventa años se las arregló para visitar India, China, Japón, Rusia, Europa, Estados Unidos o Australia, y en algunas ocasiones pudo conocer a varios de los amigos de su hijo periodista, que utilizaron en estos días, al enterarse de su partida, dos adjetivos: “gran tipo” y “caballero”.
Ya cerca de los noventa años, este periodista entró un día a su casa, Alfredo no estaba, y se extrañó ver al lado de la computadora al ratón en el lado zurdo, cuando era derecho. La primera respuesta para imaginarse es que hubiera hecho algún movimiento en el escritorio y el ratón hubiera aparecido del otro lado, pero al regreso, y con toda naturalidad, explicó que simplemente el ratón estaba allí porque quería desarrollar el otro hemisferio cerebral y para eso, quería aprender a utilizar más activamente la zurda.
En una oportunidad, mi madre quiso hacer limpieza de un placard, y al abrir se nos cayó encima una cámara de TV, que resultó ser la que mi padre, junto a su cuñada, mi tía Josefa, utilizaron para realizar las primeras operaciones dentales con circuito cerrado de televisión para Canal 7 estatal. Alfredo también fue por años el dentista de Canal 9 en “Buenas Tardes, mucho gusto”, un clásico de los mediodías argentinos, programa presentado por Maricarmen, Annamaría Muchnik y Canela. También fue quien indujo a una paciente que siempre se quejaba de los precios, Lita de Lázzari, a que merodeara por los canales de TV hasta que se hizo famosa con aquella frase de que hay que caminar para conseguir las mejores ofertas. Llegó a ser presidente honoraria de la Liga de Amas de Casa y presidente de la Unión Intercontinental de Amas de Casa y Consumidores.
Pero no se crean que Alfredo era un tipo fácil. Para nada. Los hijos y todo miembro familiar de la generación siguiente debía llamarlo o escribirle para comunicarse con él, porque él era el mayor. Pero se quejaba de que su hermana no lo llamaba y al recordarle que la mayor era ella, igualmente sostenía que a ella le correspondía hacerlo y no a él. Su admiración por Fidel Castro y la Revolución cubana era tan grande que promediando los sesenta, un día decidió irse a vivir a la isla, y allí se quedó un tiempo, para luego retornar.
No la tuvo fácil, igual que mi madre: su segunda hija -mi hermana- nació en 1965 con un problema cardíaco importante, había que operarla y en aquellos tiempos no todo estaba tan avanzado como hoy. Hicieron un gran sacrificio para que fuera en el mejor lugar posible, en el más seguro, y la historia tuvo un final feliz, luego de años muy duros.
Otro clásico era que Alfredo, tozudo como pocos, se perdiera con el coche en cualquier ruta, o pasara de largo en los restaurantes, lo que nos rebelaba de hambre en el camino, pero siempre fue mejor no discutir mucho, porque el debate subía sin fin y el final podía dar un resultado inimaginable. Algunas de esas torpezas, malas jugadas, o vueltas del azar en contra, Alfredo las definía como “Levinskeadas”, algo que hacía reir mucho a su familia, como sus salidas graciosas y ocurrentes.
Llegan a la memoria de quien esto escribe cientos de fotos, de momentos vividos y compartidos. Alfredo haciendo cantar a un niño pequeño aquella de Charlez Aznavour “Qué profunda emoción, recordar el ayer, cuando todo en Venecia te hablaba de amor”, o haciendo un sonido de acompañamiento para que el mismo niño cantara su versión de “A Banda”, de Chico Buarque. O cuando generaba carcajadas en un chico de siete años frente a la TV blanco y negro y los relatos de Ricardo Arias en el Mundial de 1970 cuando aparecía el lateral alemán del Milan, Karl-Heinz Schnellinger, y a su mención provocadora del hijo, llegaba el chistido: “chhhhst, Sergio”, como diciendo “eso no se dice”, que se fue convirtiendo en un clásico, así como los cuentos a la hora del sueño.
A los casi 93 años, y contento por el trato que recibía en una residencia en la que contaba con todo lo que necesitaba y a la que había llegado hacía poco más de quince días, y luego de buscar afanosamente el canal que transmitiera fútbol europeo, para lo cual se fue hasta el octavo piso buscando un técnico que lo conectara porque la TV de su cuarto no disponía de esa sintonía, hasta encontrarlo, Alfredo hizo su última “Levinskeada”: quedarse frente al televisor para abandonar este mundo dejándonos más solos, sin sus indicaciones tácticas, sin sus razonamientos políticos para las próximas elecciones, y sin sus funciones en el Teatro Colón o el Coliseo.
Anoche, en el Camp Nou, me lo imaginé elogiando el pase de Luka Modric, la estampa de Sergio Busquets o con la satisfacción (“farguenign” en idish, aunque sabía pocas palabras heredadas de su familia) del triunfo de los azulgranas, o yéndose a dormir con la camiseta de Carlos Tévez, firmada y dedicada, o leyendo los diarios en su computadora. Primero cayeron unas lágrimas, pero inevitablemente vino una sonrisa, como el último mensaje que apareció en el whatsapp, antes de partir. Porque como recuerda el querido amigo y compañero de “Jornada”, Juan Frías, la sonrisa por haberlo tenido superará, con el tiempo, a la inmensa tristeza de su partida. Sepan que en cada columna, cada artículo que lean con mi firma, siempre habrá una parte de Alfredo, mi padre, en todos ellos.