Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Propongo una vez más oír, pero oír escuchando la letra. ¿La merecemos o nos queda grande? Se me hace que es una letra grandota, llena de exageraciones, rara vez estamos a la altura de lo que esa letra intenta significar. Presumimos de ser el país de los cuatro climas, de tener vacas y toros formidables, avenidas anchas y larguísimas, de haber albergado a los inventores de la birome, del dulce de leche y las huellas digitales y de etcétera y etcétera y sucesivos etcéteras. Pero.
Pero hay un detalle: por varias generaciones nos educaron para convencernos de que somos “los mejores del mundo”, nacidos para ser campeones mundiales de lo que venga. Con el tiempo la calamidad monetaria nos hizo bajar del caballo; ahí descubrimos que el caballo era de calesita. Caballo de cartón pintado de una calesita devorada por el óxido de la presunción. A esta altura empezamos a solazarnos con la idea de que éramos los más flojos, los más corruptos, los peores del mundo. Pero eso tampoco era cierto: no éramos los más mejores ni los más peores, no éramos tampoco la perfecta raya del poto.
¿Y entonces qué? Entonces encontramos consuelo considerando que éramos los más inexplicables del planeta. Siempre, para bien o para mal, los más.
No hubo caso: nos negamos a aceptar lo sencillo: que ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera…
Pero me estoy yendo al mismo carajo: estaba intentando alguna reflexión sobre nuestro himno. Oíd y escuchad, mortales. Porque vale la pena y vale la alegría, oír escuchando. En muchas canchas donde reside la otra patria, la del fútbol, el aire fue sembrado con la canción madre. En la última década y media el Himno se desperezó. Salió por fin del corset de la solemnidad fanfarrona. Lo escribo con orgullo: en esta columna, hace más de diez años venimos reflexionando sobre las 5 palabras que cierran nuestro Himno. “… o juremos con gloria morir”.
Reanudo lo que escribí: Por empezar, mis disculpas: es posible que incomode y que crispe a los reverendos almidonados. No importa, prefiero los habitantes que rechazan la patria congelada. Estoy con los seres que sienten la patria como una actividad.
Sabemos que desde la óptica conservadora, neoliberal, se prefiere la abulia prolija a la calentura incomodante; la digestión cívica a la discusión apasionada. La abulia que se confunde con el orden, es menos que caca sin olor. Desde hace un buen rato estamos palpando cosas que, por generaciones, decíamos “nosotros no íbamos a ver; ni los hijos de nuestros hijos”.
Por fin empezamos a vislumbrar a la encarnación de la Patria Grande, o si se quiere la Matria Grande, o, si se prefiere la Mapatria Grande, tan soñada utópicamente hace dos siglos. Algunos medios (descomunicadores) insisten en que, por estar “adentro de la América latina”, nos hemos quedado “afuera del mundo”. Pregunta: ¿Acaso la América que está al sur de Norteamérica no es parte del mundo? Por favor: saquémonos los complejos de encima: la Patria integrada que soñaron Bolívar, Belgrano, San Martín, Monteagudo, Artigas y otros lúcidos, anida mucho más que petróleo y mano de obra esclava. Aquí, en la Mapatria Grande hay agua y hay aire y hay capacidad para soñar más allá de los cansancios apocalípticos.
Atendamos a este precioso detalle: en la última década y media hemos descongelado a nuestro Himno Nacional. Ya no es una engolada canción atravesada de almidonada solemnidad. Nuestro Himno ahora tiene olor y pulso y semblante. Hay decenas de versiones que sacuden y conmueven a todas las edades. El atrevido Charly García fue también pioneroen eso. Después vinieron las versiones de Franco Luciani, Rodolfo Mederos, Cabernet, Fito Páez, Patricia Sosa, Soledad, Los Piojos, Volonté, Jairo-Vitale, Juanjo Domínguez, Patricio Rey con los Redonditos, Bajo Fondo y Santaolalla. Además, la versión tarareada en las tribunas. Como ejemplo de ruptura venturosa ahí tenemos, todas las noches esa nueva versión del Himno interpretada hasta por pibes raperos.
Esto, ¿es profanación? No, al contrario: es amigarse con lo patrio, dándole eso: olor y pulso y semblante. Chau, adiós mausoleo. El modo de cantar al Himno también nos espeja. No debemos ser solemnes durante el amor de los amores, ni a la hora de hacer el pan: tampoco al cantar el Himno. Al cantarlo o al tararearlo. O al cantarlo en silencio, como le sale aun tal Lionel Andrés Messi.
No la voy con el Himno convertido en canción guerrera. Eso suena a patotero y ridículo. Cuestión de gustos: el furioso Himno de los Pumas no me convence (tiene bastante de sobreactuación machista).
Mucho se criticó a Messi (sobre todo cuando no hacía goles) porque no pronunciaba explícitamente el Himno. Esto no significa que no lo sienta. Una cosa es actuar el Himno y otra es sentirlo.
Hacia el año 2008 le dediqué esta columna al Himno. Mercedes Sosa me llamó para comentarla. La Negra estaba alumbrada. Para mí, que la conocí en 1962, que vivimos alegrías, vinos, el Colón, miedos de la Triple A, muertes, nacimientos (todo lo volqué en su biografía), sus palabras de esa llamada iban a ser las últimas que yo le escucharía. Ella, precisamente, cerró su versión del Himno adoptando el “con gloria vivir”.
Retomo mi relato de aquella columna: “Días pasados, ya sobre la exacta medianoche, después de cenar al compás de un vino, encendí mi transistore y escuché un coro furioso que decía: “O juremos con gloria moriiiiiiirrrr...” Me acosté, apagué la luz, empecé a mirar adentro de la oscuridad y el “con gloria morir” merodeaba, estaba zurcido en las entretelas de la noche. Ahí me dije: ¿Hasta cuándo vamos a cacarear heroísmos? Ya basta de jurar en vano que con gloria moriremos. ¿Por qué no nos dejamos de fanfarronear de una buena vez?
Y ahí recordé la (desguerra) de Malvinas, donde sólo murieron los inocentes. Varios centenares de pibes cayeron en las islas, y después se sumaron más de 400 suicidios ninguneados aquí, en tierra firme. Suicidios de muchachos que fueron condenados por el triunfalismo y por la desmemoria (que fogoneaban los medios).
En otras palabras: que lo de “morir con gloria” es algo que los bien comidos y abrigados corean con alegre impunidad. Para nosotros, la “gloria”, dicen ellos. Para los otros, la muerte real. Nuestra euforia obscena confundió una criminal (des)guerra con las alternativas de un Mundial de fútbol. Después, resultadistas como nos siembran, aquella euforia se convirtió en depresión, y la euforia mutó en depresión vergonzante.
Señoras muy aseñoradas y señores muy almidonados, respiremos hondo (antes de que al aire lo rifaticen.) Reflexionemos: basta ya de palanganear, de matonear, de engrupirnos con el Himno. Basta ya de güevonear con el coraje de la boca para afuera.
Es evidente: con esa bravuconada del “o juremos con gloria morir”, sólo conseguimos terminar el siglo 20 siendo apenas un conato de país, saqueado sin pudor desde afuera pero, sobre todo, entregado sin asco desde adentro. Por la buitredad de los de afuera y la asquerosa buitredad de los de adentro.
A la vista está: el eufórico “O juremos con gloria morir…” fue una estafa. Ante esta realidad, ¿por qué no probamos por el otro camino? Cantemos: “O juremos con gloria vivir”. Que no es poco.
Posdata: Oíd mortales damas, oíd mortales caballeros: la versión del Himno que grabó nuestra Negra Mayor con un racimo de músicos concluye, ¡por fin!, con una frase luminosa y nada fanfarrona: “O juremos con gloria vivir”
A los prolijos buitres de afuera y de adentro seguramente les pega en el medio de hígado la decisión del “con gloria vivir”. ¿Por qué? Porque aquí gloria es sinónimo de dignidad. Con dignidad vivir, sí. Nada menos. No olvidemos que la dignidad es sinónimo de paciencia. Y la paciencia es lo contrario de la resignación.
* zbraceli@gmail.com /// www.rodolfobraceli.com.ar
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