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Un tal Abelardo Castillo, y la receta infalible para la salud: robar libros ¡y a correr!

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Un tal Abelardo Castillo, y la receta infalible para la salud: robar libros ¡y a correr!

Siendo fanático de los libros, difícil no llamarse Abelardo. El Abelardo de esta historia leía en ayunas,  acostado, sentado; leía de frente y de perfil, sin cesar, a sol y a sombra, por los cuatro costados, con sed y con hambre en la sed, leía.

12/04/2025 23:49

Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires

 

    Como es lógico, Abelardo era escritor porque antes desenfrenado lector.

   Solía decir el tal Abelardo: Nadie me enseñó a leer. Yo aprendí solo, aunque eso no es posible.

   Abelardo a los libros los tocaba como se toca a un pan recién horneado, como se toca las sienes de un gorrión, o los pómulos de una muchacha necesitada de aguita para su molino.

   Naturalmente, para los años de su adultez y de su vejez el Abelardo eligió enamorarse de una mujer que también era escritora porque afiebrada lectora. Esta historia que fue de amor empezó cuando el Abelardo fabuló un curso sobre literatura contemporánea. Ese curso comenzó y murió con la aparición de ella. Naturalmente, ella se llamaba Sylvia; no podía llamarse de otra manera.

   A él, ya entrado en el zaguán incierto del otoño, Sylvia cada mañana le anudaba los cordones de los zapatones porque él, de tanto leer torrencialmente asumía lumbalgia. Convengamos que él no ofrecía resistencia a la abnegación, se dejaba anudar los cordones y siempre se consentía una dulce tentación: aprovechaba la ocasión para deslizarle la mano por la cabeza, a ella. La mano izquierda. Una y otra vez.

   Con frecuencia el Abelardo confesaba algo evidente: que su relación con los libros era mágica. Pero tantas veces prefería decir que esa relación era totalmente física. Puedo llegar a contar mi vida entera tocando el lomo de los libros que están en mi biblioteca. Contaba entusiasmado, orgulloso, sé dónde compré cada libro, cuándo, la hora del día, cuál estuve a punto de robarme y no pude y me lo robé después…

   En tren de confesarse, él no tenía límites en tratándose de libros. Sin que mediara pregunta le decía al eventual periodista: Mirá mi bliblioteca, desde acá se ve… allá abajo está El cancionero de Baena. Ese libro está vinculado a mi relación con Sylvia. Hacía poco que nos conocíamos, un día la invité a pasear, fuimos a una librería, yo siempre había querido tener El cancionero…,  libro con un lomo emocionante, de quince centímetros. Estamos ahí, elijo un librito barato y le pido a Sylvia “andá a pagarlo”. Cuando vuelve, le digo: “Y ahora empezá a correr, acabamos de robar El cancionero de Baena”.

   Y corrieron los dos, con el corazón en la boca, él sin soltar su ancho libro. Lo llevaba abrazado como si fuese su primer hijo.

   No tuvieron hijos. Con tantos libros, germinar otras criaturas hubiese sido una redundancia. Decía él: En mi caso, de haber sido yo el mismo escritor, hubiera sido muy mal padre. Y de haber sido un buen padre, como lo fue mi papá, yo hubiera sido un mal escritor. Y, lo peor del caso, un inapetente lector. Apretando ceño, apretando ojos, con una mueca que podría llegar a ser una sonrisa, él concluía: hicimos bien: No, hijos, no.

   En la ciudad de los que hicieron bien en no tener más hijos que los libros hubo un tiempo en el que había frecuentes cortes de luz. El primer apagón sucedió al anochecer. Lejos estuvo de contrariarlos: él y ella ni siquiera encendieron una vela, se pusieron conversar sobre libros, sobre literatura. Ya estaba por asomar el amanecer cuando volvió la luz. Habían pasado siete u ocho horas. Descubrieron para siempre que las parejas de escritores parecen durar más tiempo que las otras. Él sostenía que esta eternidad en las parejas de escritores era posible porque, en vez de discutir, pueden hablar de literatura cuando se corta la luz.

   Naturalmente, a esta altura del relato el Abelardo se llama más que nunca Abelardo. Como la ficción no obedece mandatos ni pide permiso, a la corta y/o a la larga imposible no imaginarlo al tal Abelardo en una celda de doble reja, sumamente preso, y a perpetuidad.

    Ahora él está sentado sobre un banquito; esposado de pies y de manos.

Lo podemos ver, ya que estamos. Atención: ahora el preso Abelardo descubre en el piso una cucaracha. Y la ve de oro. Tan de oro como cierto escarabajo que le dio nombre a una revista.

   Puede aplastarla con el margen de libertad que todavía tiene su pie izquierdo. Pero no, no la aplasta. No es por bondadoso, no es por ser pariente del Francisco de Asís que le perdona la vida. Resulta que el Abelardo se da cuenta que a esa cucaracha la necesitará crucialmente.

   ¿Para qué?

   Para tener cerca alguien a quien hablarle de literatura a rajacincha. Para contarle a ella que había una vez Borges y Kafka y Arlt y Poe y había Sartre y había Marechal y había...

   Observemos. Son cosas que pasan: la cucaracha ahora lo está escuchando, fascinada, y por eso ella también se siente de oro y refulgente.

   No se va, no podrá irse la cucaracha porque ha sido encantada por ese hombrecito de voz pedregosa que está condenado a perpetuidad, y sin posibilidad de arresto domiciliario.

   Digámoslo: merecida tiene la cárcel, y de por vida. Porque ese Abelardo, gozador serial, se pasó la vida robando libros.

 

   (El robador de libros, nuestro Abelardo, con apenas una vueltita de tuerca, se me encarna en otra ficción. Si no la comparto, reviento. No es justo que reviente. La comparto nomás a la ficción:

…Resulta que alguien que podría llamarse, además de Abelardo, Castillo, pasados los sesenta años de su edad de pronto acusa mareos, se siente ganado por los cansancios desde que se levanta, arrastra con pesadez, con agobio muscular las horas de los días. Así, hasta que decide afrontar un chequeo. El médico, ya con el resultado en mano, cabecea preocupado. Finalmente le recomienda, urgente: “una actividad física de al menos una hora diaria”.

   El paciente, que insiste en llamarse Abelardo, al día siguiente sale de su casa a media tarde, toma un colectivo que lo deja en pleno centro; termina en una librería. Una vez en su interior, se arroja a la tentación de los libros. Escarbando y mironeando, se pasa casi una hora, hasta que elige uno, lo hojea con avaricia; de pronto lo disimula con un diario que coloca bajo su axila izquierda. Y se retira de la librería con pasos de impostada tranquilidad. Ya está en la vereda y se manda a correr… corre corre corre queselallevaputas. Mientras corre con inesperada adrenalina, piensa en voz alta: “Esto es lo que necesito, carajo, actividad física, actividad física…”

    No era tan sencillo: casi tan rápido como el tal Abelardo, corre el joven librero. Antes de llegar a la esquina lo alcanza, y sin resollar le dice:

–Perdón, muéstreme lo que lleva entre medio de ese diario.

–¿No ve? Un libro llevo. ¿Qué tiene de malo?

–Usted no lo pagó. Lo robó. Ese libro no es suyo.

–Este libro es mío. Porque me lo voy a leer entero.

    ((Y Abelardo retoma su carrera. Y el joven librero se queda mirándolo, estupefacto, pasmado, turulato. Y bajito murmura el librero. “Este tipo tiene razón: el libro que se lleva ya es suyo, porque se lo va a leer entero.))

 

zbraceli@gmail.com     ///0///     www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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