Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Resulta fantástico que se reedite a un pensador como Roig. Estamos muy sembrados para el olvido. Para la desmemoria. Tengo la fortuna de haber dedicado varias columnas a Roig, Las hice estando él de cuerpo presente.
Reanudo ahora la columna que le dediqué el 11 de mayo de 2012 para, por así decir, despedirlo. Seguro que el profesor (maestro) Roig en algún sitio del aire estuvo aprobando mi demora. Recibí la noticia de su muerte, el 30 de abril, en medio de los ruidos de la Feria del Libro de Buenos Aires. Por más que la muerte sea un eslabón natural, a veces nos enfurece. “Se murió Roig”, me dijeron. Y, como me pasó con las muertes de, por ejemplo, Osvaldo Soriano y Juan Gelman y Osvaldo Bayer, me salió instantáneamente una puteada: “La reputamadre que los parió”, solté. La puteada me brotó del alma, hacia los cuatro o cinco o siete puntos cardinales. Pensé: habiendo tantos hijos de la mediocridad sueltos, habiendo tantos crápulas en circulación, ¿cómo es posible que se nos muera alguien del tamaño intelectual de Roig?
Después encontré genuino consuelo pensando que los 89 años de su edad fueron de vida preciosa, por hacedora. Es decir, que Roig se vivió una flor de vida.
Dije que me alegra no haber esperado su muerte para escribir sobre él. Ya lo había hecho hace como cuarenta años, cuando cierto día sentí la necesidad de agradecer públicamente a ese hombre que me llegó antes que sus libros: fue mi profesor de Lógica en el segundo año del Nacional Agustín Álvarez. Roig, más que profesor, era un maestro. Un maestro sabio y cordial que nos enseñaba a pensar y a descifrar esto que llamamos “la vida”.
Esa imperiosa necesidad de agradecerle la renové en otra columna, en el año 2008, por entonces para Jornada. Más que reiterar, me permito, como dije, reanudar algunos párrafos:
Mendoza es una provincia muy mentada y admirada desde Buenos Aires. La admiración que nuestra Mendoza produce se debe a sus vinos, a sus acequias, a sus sistemas de riego, a sus bodegas, a la notable prolijidad de sus veredas, pero sobre todo se debe a la trascendencia de algunos creadores. Estoy pensando en Quino, en Favio, en Alonso, en Le Parc, en Di Benedetto, en Draghi Lucero, en Marianetti, en Lorenzo, en Ramponi, en Quesada, en Sergi, en Delhez, en Tejada Gómez, en Politti, en Pacualito Pérez, en Locche, en Riolobos, en Legrotaglie, en Eusebio Guíñez, en el prodigioso maestro imprentero Gildo D´Accurzio, entre tantos otros. Pero.
Pero Mendoza también es desgraciadamente famosa por una punta de atorrantes estelares, de ciertos políticos erráticos, camaleónicos, peritos en traiciones. Mendoza también tiene su triste fama por ser un emporio de derechas que disimulan su fascismo subterráneo. Y fama por su policía brava y por sus balas fáciles.
En la lista de personajes notables que Mendoza ha producido quedan sin nombrar a decenas. Pero me detengo en uno, en Arturo Andrés Roig. A él estuvo felizmente dedicada la feria del libro mendocina de 1988. ¡Qué saludable ocurrencia! Porque Roig estaba vivo y estaba pleno. Es habitual que los reconocimientos vengan cuando quienes tanto lo merecen están deletreando yuyitos por el lado de abajo del suelo.
Para homenajes póstumos somos mandados a hacer. Ahí tenemos el caso de Di Benedetto hoy impunemente elogiado por fulanos y fulanas que durante su cárcel con tortura se hicieron los güevones. Los güevones con g.
Vuelvo a Roig, sigo reanudando párrafos que escribí hace más de cuatro décadas. Nuestra memoria es desagradecida. El éxito ajeno nos deslumbra, nos soborna, nos pone cholulos y adjetivudos ¿Por qué carajo nuestro reconocimiento sucede un día después, a la hora de los homenajes mortuorios? El caso es que oscilamos entre el exitismo baboso y la cruel desmemoria.
En aquella primera columna aparecida en el diario Mendoza me confesé: desde que dejé Mendoza –ya rajado, sin posibilidades laborales–,en l970, en Buenos Aires y otras capitales del mundo como escritor y periodista me sucedieron cosas gratificantes: viajes, ediciones de libros, traducciones, premios, conferencias y recitales en universidades famosas. Pero todo eso que viví se debe al esfuerzo de mis padres, que no fueron a la escuela y trabajaron duramente hasta en las fiestas de guardar. Y en mi caso se debe también a maestros esenciales. Nombro dos: Sergio Sergi y Arturo Andrés Roig.
Esto –vuelvo a escribirlo– lo sentí en la carne de mi alma, al terminar una conferencia y recital de poesía en la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles). Estaba viviendo ese tipo de cosas que siempre le pasan a los otros. En la madrugada de aquella noche seguí el consejo de mi padre: metí la cabeza debajo del agua fría. Una manera de bajarme del caballo y de volver a la realidad. Y la realidad me dijo: “Esto que estás viviendo también fue sembrado por tus viejos, tan lejos, tan ignorados”. Pensé eso en voz alta. Y me dije: “Tengo que tener memoria para ellos y ser agradecido públicamente. Cuando vuelva a Mendoza lo haré.”
Se pasaron los meses, hasta que por fin escribí aquella columna sobre el querido y admirado Roig. Recordé que entre tantos docentes que tuve en la primaria, secundaria y universidad, Roig emergía rotundo: era profesor porque era maestro. Era maestro porque era agricultor. Era agricultor porque nos sembraba más allá de la materia misma.
Recuerdo nítidamente: una tarde en sus clases en el colegio Nacional Agustín Alvarez; dejó de lado el tema del día; “guarden sus apuntes”, nos dijo. Y nos habló sobre las mujeres, sobre el amor, sobre la sexualidad. Imaginemos eso en la Mendoza (fruncida, conservadora como la sabemos) de mediados de los ’50.
Roig dejaba su materia a un costado y nos asomaba a la vida, más allá de los libros. Justamente por él nos sentíamos protagonistas de la inquietante adolescencia. Nos enseñaba a pensar, nos sacaba el corsé del miedo, de los prejuicios, de la hipocresía; nos sembraba cordialmente para que amáramos la diversidad. Nos avisaba que mejor que tolerar al diferente es respetarlo.
En la feria del libro de 1998 presenté en Mendoza mi libro La misa humana, con lectura de María Rosa Gallo y Rafael Rodríguez. El profesor Roig durante media hora tejió y destejió mi poesía. Guardo el rato de aquella presentación como la mejor condecoración.
Años después lo vi al profesor Roig en un restaurant. Conservaba la sonoridad de su voz, la misma cadencia gestual de sus años en el Nacional Agustín Álvarez. Pero tuve uno de mis jodidos ataques de timidez y no me animé a acercarme a su mesa. Me quedé con el abrazo pendiente. Yo, qué pelotudo.
Una semana después escribí otra columna y allí le dije que, cada vez que me pasa algo como el nacimiento de un libro, o un premio o algo por el estilo, nombro bajito a mis padres, Juana y Andrés, al puñadito de seres que no tienen más remedio que amarme y al maestro Roig. A ellos, a él, les debo tanto. Pero tanto.
Así es, querido Roig, se lo digo otra vez y en voz alta: usted fue uno de los que me sembró. Usted hacía del pensar una aventura y de la aventura una fiesta hondísima. Usted fue siempre una linterna. Una linterna en tiempos en donde la hipocresía, la insolidaridad, la alevosa mediocridad oscurecían el aire que respiramos.
A propósito de aire, no creo en la muerte. Bien sé que usted se ha ido a respirar de otra manera.
Querido maestro: ahí va mi abrazo, este abrazo. Descorcho un luminoso vino oscuro y brindo por su vida. Su viviente vida, que sigue, que prosigue, que continúa. ¡Salud! Es evidente: querido profesor, como corresponde a su estirpe, no está descansando en paz, está descansando en intensidad. Muy sencillo lo suyo: ahora usted respira de otra manera.
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