Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
A propósito: existe una milenaria discusión: algunos sostienen que “los Reyes existen” y otros sostienen que no, que “son los padres”. Hay algo de razón en las dos posiciones. Porque los padres actuales, a la hora de complacer a hijos acribillados por el consumismo, realmente tienen que volverse magos.
Demorémonos. En relación a los Reyes Magos es notable cómo los argentinos hacemos gala de una muy temprana incredulidad. “No existen / Son los padres”. Con esa afirmación sacamos pecho y nos sentimos adultos muy tempranito. Pero ojo: ocurre que a medida que nos hacemos adultos nos adulteramos.
Convendría analizar esta precoz fanfarronada nacional. ¿Por qué, tan temprano, en la misma niñez ya consideramos que a nosotros nadie nos puede meter el perro o estafar? Ocurre que con esa precoz incredulidad liquidamos la que tal vez sea la única estafa saludable: la estafa de la ilusión. Hablando de estafa consentida no olvidemos el favorcito de 45 mil millones de dólares que el FMI le hizo al gran trabajador, el niño Mauricio.
Pero atención: si le damos otra vuelta de tuerca al asunto advertimos que no somos tan vivarachos y lúcidos como creemos ser. Si observamos los comportamientos del promedio de nuestra sociedad, podría observarse que somos unos reverendos crédulos.
Aunque nos incomode, peguémonos una revisada. Por ejemplo: fuimos crédulos de “la plata dulce” en el paraíso sangriento y entregador de Martínez de Hoz. Fuimos crédulos hasta la histeria de la euforia cuando se perpetró la (des)guerra de Malvinas. Fuimos crédulos del “un peso un dólar” de esa Convertibilidad que van a pagar hasta los nietos de nuestros nietos. Fuimos crédulos de la revolución productiva y del salariazo y del “síganme, nos los voy a defraudar”. Hasta nos creímos que bastaba con ser aburrido y desangelado para ser un presidente lúcido y decente.
En resumen: alardeamos de incrédulos, pero en el fondo somos bastante creduludos. A lo largo de generaciones hemos comprado cantidad de buzones. Y además nos hemos refugiado en la cómoda indiferencia ante muchos episodios desgarradores y repugnantes de nuestra historia. Más nos valdría volver a creer en los Reyes Magos. Esa leyenda anualmente nos estafa con ternura: los zapatitos, el pastito, el agüita, un ritual simpático. Esa estafa sin duda que es preferible a la claudicación del país a las “relaciones carnales”, a la donación del petróleo, al alevoso loteo patrio con reservas de agua incluidas.
Retomo sobre algunos párrafos de otra columna referidos a eso que llamamos “ilusión”. La ilusión es una esperanza módica, chiquita, no exige inversión de ideología. La ilusión tantas veces es una especie de dulce estafa elegida, consentida por nosotros. Al fin y al cabo la ilusión disimula por un rato las inclemencias de la vida. Un módico bálsamo, digamos.
Recuerdo ahora el libro “El cuento de Navidad de Auggie Wren”, de Paul Auster (lo publicó Sudamericana con las imaginativas ilustraciones de la argentina Isol). Este cuento de Auster fue llevado al cine por Wayne Wang, con guión del propio Auster. De la anécdota sólo digo esto: en un momento de la historia, un día de Navidad, un hombre va hacia un domicilio tratando de atrapar a un raterito callejero. Llega al lugar. Pulsa el timbre. Abre la puerta una anciana que es ciega y está sola. La anciana al desconocido le dice “sabía que vendrías”, y hace como que lo confunde con su nieto (el raterito). La confusión es aceptada por los dos. Y se abrazan. La anciana y el hombre pasarán el día juntos, comiendo, bebiendo. Los dos juegan ese intercambio de ternuras; en cierta forma paladean cierta modesta felicidad: el hombre fingiendo ser el nieto pródigo y la abuela, ilusionándose que allí a su nieto real lo tiene. Una dulce estafa elegida, la imaginada por Auster.
Y esto me traslada a un relato que leí en mi adolescencia, no sé dónde. Era Navidad en el cuento. Había desolación, nieve, pobreza y dos ancianos acurrucados, ateridos de frío y de soledad. El brasero con el último calorcito se les desvanece en la oscuridad. Tiemblan los viejitos, no tienen aliento ni para quejarse. La Navidad mientras tanto sucede con sus euforias. De pronto, dos brazas se reavivan. Los ancianos se arriman a recibir ese calorcito compañero. Así se duermen, y atraviesan la eternidad de esa noche navideña, abrazados. Cuando el sol los despierta se dan cuenta que en el lecho del brasero hay un gato que los mira. Los ojos del gato fueron lo que ellos suponían brazas. La ilusión, otra vez una dulce estafa elegida.
Por estos días, a quienes no bajaron los brazos en esto de soñar, la ilusión les habrá compensado dolores y montones de ausencias. Sigue firme nuestra capacidad para seguir soñando un año más. De nuevo ojo al piojo: soñando, pero haciendo.
Ahora me veo en una casa de Luján de Cuyo, a mis cinco años, con mis primos, el Chiche y el Nené, avisándole a todo el vecindario: “Nosotros lo sabemos, ¡los reyes son los padres!” Cuando llegó las 12 de la noche de aquel 5 de enero, después de la cena familiar en el patio nuestros padres empezaron a decirnos “qué raro, las doce ya y los Reyes no han pasado por acá”. De repente, en la pared del fondo veo que un enorme paquete empieza a bajar, suspendido en una soguita. Lo señalo. Los mayores se hacen los distraídos, yo grito desesperado: “¡Los reyes! ¡llegaron los reyes!” El paquetón baja muy lentamente… “¡los reyes! ¡son los reyes!”
Cuando el paquetón llega al piso el mundo me da vueltas, estoy sumergido en una crisis de estupor, ya no me sostienen las piernitas. Qué lo parió, de pronto compruebo que los reyes no eran los padres, ¡que los reyes existen! Aquella noche tuvieron que alzarme, abanicarme, darme agua, hacerme oler intenso vinagre. Casi muero de asombro. Mis primos y yo no habíamos visto cómo mi abuelo Andrés, acostado sobre el techo, soltaba lentamente la soga con el paquetón de los juguetes. El caso es que, por un año más, los tres primos de la misma edad seguiríamos creyendo que los Reyes existían, aunque andábamos diciendo que los Reyes eran los padres. Claro, “nosotros sabíamos todo”. Hasta nos habíamos enterado que las mujeres, debajo de las polleras, allí donde se juntan las dos piernas, “tenían pelos y eso era la fábrica de hacer niñites. Niñites argentinos que muy pronto descubrirían que “los Reyes Magos son los padres”. Niñites que, llegados a la mentada adultez, se distraerían escandalosamente cuando nos endeudaron y nos endeudamos con el siempre generoso Fondo Usurero Internacional. (Generoso rima con alevoso. Alevoso rima con vergonzoso).
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