Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
A ver, ¿para reflexionar sobre qué? Sobre algo que nos fascina: analizar nuestras presuntas virtudes y nuestras taras. Habitualmente acudimos a los Ortega y Gasset, a los Serrat, a los Sabina para que nos analicen, para que nos critiquen elogiándonos. Por mi parte, para esta reflexión enseguida convocaré a Julio Bocca.
Así es la cosa: nosotros, los argentinos, presumimos de algunas debilidades, por ejemplo: nos encanta, de modo excluyente, la obligación de ser campeones mundiales. Sí o sí. O eso, o nada. Ser subcampeones nos parece vergonzante. Parafraseando al viejo maestro Serafín Vistalba: aquí, el que no es campeón mundial de algo es un pelotudo. La debilidad no termina en esto: cuando conseguimos un campeón mundial, en lo que fuere, se lo atribuimos a una decisión divina. Porque –nos decimos con fruición– Dios es argentino, Dios es alguien que, pensamos, está fascinado con nosotros y, por eso, vuelta a vuelta nos elige para subir a lo más alto del podio.
Permiso, voy a convocar ahora a un genuino “campeón mundial” en la danza: Julio Bocca. Lo conocí haciéndole una tortuosa entrevista. Esa vez, me encontré con un casi mudo que se sobaba la panza mientras bostezaba sin reparos; bostezaba con la impunidad de un bebé. Tiempo después, cuando él ya transitaba la plenitud de su carrera, tuve el privilegio de escribir su primera biografía: Bocca. Yo príncipe y mendigo (editorial Atlántida, 1995). El caso es que, el casi mudo (Lino Patalano mediante), me había elegido para ser su primer biógrafo. Su parquedad, su sequedad oral pronto puso el proyecto al borde del colapso, de irse al mismo carajo. Pero salimos a flote cuando advertí que Bocca se expresaba a pesar de las palabras.
Indiscutible, Julio Bocca era el número uno del mundo, y encarnaba a un argentino muuuy extraño. Desde el año 1985, para decirlo con una expresión deportiva, se la pasó siendo campeón mundial. Todo empezó aquella vez que ganó la medalla de oro en el certamen internacional de ballet en Moscú. Bocca tenía por entonces 18 años. Estaba tan obsesionado con llegar a esa especie de Vaticano de la danza, que cuando un día le preguntaron: “Ya que jodés tanto con viajar a Rusia, decí, ¿cuál es la capital?”, respondió sobre el pucho: “La capital de Rusia es Bolshoi”. Y llegó su día inalcanzable: cuando partió para Moscú lo fueron a despedir cinco personas, todos familiares. Ni una más. No había un solo periodista; Bocca era un muchacho desabrido y sin medio dólar en el bolsillo. Cuando volvió al país semanas después, ya mundial, consagrado con la medalla de oro, el país entero tenía los ojos y el corazón puestos en él, y –como siempre ocurre– la histeria de las cámaras y los micrófonos lo atosigó en Ezeiza. Al año siguiente Bocca fue designado primer bailarín del American Ballet Theatre, en New York, elegido por Mikhail Baryshnikov. Durante una década larga Bocca abrió la temporada del Metropolitan Ópera House, en la ciudad ombligo del planeta. Por esos años Bocca bailó en las salas más selectas y en plazas y en estadios. Recibió el aplauso de reyes, princesas, artistas del jet set y multitudes. Fue condecorado por decenas de países, nombrado el bailarín del año en 1987 por el New York Times, designado personalidad del año en 1990 junto con la Madre Teresa en Francia. Etcétera. Etcétera.
Si el mentado Dios no tiene responsabilidad alguna en los logros ecuménicos de este muchacho, ¿cómo se explica, más allá de los dones de su organismo, que haya conseguido tanto como consiguió? ¿Cuáles fueron sus claves para volar tan, pero tan alto?
Intentaré explicarlo acudiendo a unos trazos del Bocca que no se veía en los escenarios. ¿Cómo era, cotidianamente, ese mendigo que se transformaba en príncipe apenas pisaba el tablado de los teatros álgidos?
A continuación, unos fragmentos de este raro argentino que fuera de los escenarios era confundido por Goyeneche: “Creí que él era el pibe que le llevaba el bolso a Julio”. O era, según Pinti, “un agua mansa, una laucha inexpresiva”. También recurriré a dichos y situaciones que pude ver u orejear durante la escritura del libro. Con todo esto iremos armando el rompecabezas de un Bocca difícil de capturar. Un argentino mundial, y curioso: hablaba poco y bajito. Nunca diagnosticaba sobre eso que llamamos realidad.
Siempre lejos del barullo.
Revólver en la madrugada. Atención al siguiente episodio. Julio Bocca recién tiene sus doce años de edad. Por entonces ya lo largaban solo para su viaje diario entre Munro y la Capital Federal, donde estudiaba danza. Día de invierno, la seis de la mañana, la calle oscura. Camina Julito el primer par de cuadras. Una voz lo detiene: ¿Me decís qué hora es?, y detrás de la voz aparece un tipo con un revólver: Dame toda la plata que tenés. Julio sólo tiene para el pasaje y alguna moneda. Aterrado, entonces le ofrece su cadenita. El hombre la rechaza: Quiero plata. Necesito plata. Sin bajar el revólver que le apunta al medio de la frente, lo obliga a caminar y le dice: Yo no me dedico a esto, pibe. Robo ahora porque mi mujer tiene cáncer y necesito plata... Seguí caminando, derechito, y no mirés para atrás. Hacé lo que te digo. Andá nomás... Y cuando venga la Navidad, pibe, que tengás feliz Navidad.
¿Cómo concluye este episodio? Atención porque aquí tenemos una de las claves del mundial éxito de Julio Bocca:
–Caminé una cuadra sin darme vuelta. Al llegar a la esquina doblé y empecé a correr. Ahí sí que sentí miedo, mucho miedo... Llegué a mi casa sin aliento. Conté lo que había pasado. Me dieron un vaso de agua y después algo caliente. Y a los diez minutos salí otra vez, corriendo, porque no quería llegar tarde a mi clase de danza...
–Una clase más o menos, podía significar la vigencia de tus sesos.
–Yo no pensé en mis sesos. Si me perdía una clase en el Colón me moría, y no de un balazo.
Las malditas palabras. La parquedad de Julio se puede observar en el modo de relatar su consagración en el Bolshoi. Así contó su “campeonato mundial” conseguido en Moscú. Su compañera, Raquel Rossetti, se tomó para la narración tres horas y media. La mamá de Julio me dijo que su hijo le dio la gran noticia desde Moscú, por teléfono, así:
–Hola, mamá, soy Julio.
–¿Cómo estás, Julito?
–Estoy bien.
–Contame. ¿Y el concurso?
–Gané, mamá.
–¿Qué ganaste?
–La medalla.
–¡¿Pero qué medalla, Julito?!
–Y... la de oro.
En cierta ocasión, Julio, después de contarme de un concurso de pesca que había ganado junto a su entrañable abuelo Nando, entró en uno de sus pozos de silencio. Lo apuré, casi le exigí que siguiera hablando. Sucedió esto:
–.. no puedo seguir, Rodolfo, casi me he quedado sin palabras.
–Buscalas, decilas, Julio.
–Digo dos o tres palabras más y listo, me rindo.
–Decilas, sacate esas palabras de encima.
–A mi abuelo Nando yo lo quería y lo quiero mucho... Pero diciendo que lo quiero digo tan poco... Me da bronca eso.
–Pero, ¿qué te da bronca?
–Las palabras.
–¿Por qué?
–Porque las palabras no dicen nada.
Ignorante sin disimulo. La sinceridad de Julio Bocca es llamativa no sólo cuando la ejerce hacia afuera; además lo es cuando la ejerce hacia adentro. También por esto podríamos decir que es un argentino insólito: no se manda la parte, no simula ser culto, no simula haber leído. Una tarde, viendo yo que no había biblioteca en su casa, cruzamos este diálogo:
–Julio, ¿leíste el Quijote?
–No.
–¿Leíste Hamlet, a algo de Shakespeare?
–No.
–¿Algún libro de Borges?
–No.
–¿Leíste Cien años de soledad?
–No. Ni cien ni noventa y nueve.
–¿Algo de Sábato, de Kundera, de Hemingway, algo de Cortázar, de Bioy Casares, leíste?
–Nada. De ninguno.
–Julio, esto va a aparecer escrito en tu biografía: ¿no te da un poco de vergüenza decir que no has leído a esos autores?
–Decirlo no me da vergüenza... Me da vergüenza no haberlos leído.
–Preferís ser ignorante antes que mentiroso.
–Seguro. Porque si mintiera diciendo que leí éste y aquel libro, aparte de un mentiroso al pedo, seguiría siendo lo que soy: un flor de ignorante.
En esa oportunidad Bocca me dijo un par de cosas más que podemos anotar como claves de su personalidad:
–Sí, me gusta decir la verdad, pero confieso que no estoy orgulloso de no haber leído mucho más. No está bien lo que está mal... Pero no pienso alardear, dármelas de nada. Además, mentir me produce…
–¿Te produce qué?
–Me produce un cansancio terrible en el cuerpo. Y no quiero sentir esa clase de cansancio.
Liviano, hasta sin recuerdos. A Julio Bocca no le gusta pontificar, no le gusta hablar, tampoco le gusta guardar o volver sobre sus recuerdos. ¿Será por eso que está tan livianito y puede volar sobre el escenario? Es curioso, pero muchos episodios maravillosos de su carrera los recupera porque otros vienen y se los cuentan. Él casi no guarda recortes y las fotos las tiene amontonadas en un pequeño bolso. Precisamente en un recorte que me mostró Raquel Rossetti leí que Julio Bocca, luego de su número final en su gala del concurso de Moscú, ante el sostenido aplauso del público debió salir a saludar 22 (veintidós) veces. Le dije:
–Julio, ¿cómo no me comentaste eso?
–Y... no me acordaba.
–No puede ser. No te creo.
–Y bueno. Si no me creés, Rodolfo, está bien. No me crees.
–Pero ¡es que fueron veintidós salidas a saludar!
–Yo no me iba a poner a contarlas.
Posdata. Julio Bocca: he aquí un auténtico campeón mundial. Un argentino que cuando bajaba del escenario se volvía irreconocible sin necesidad de lentes ahumados. Aunque lo suyo era la danza, se cantaba. Se cantaba en las apariencias. En fin, lo dicho: un argentino sumamente raro. Confesaba su carencia de libros, hablaba menos que poquito, no incurría en el barullo patrio.
* zbraceli@gmail.com === www.rodolfobraceli.com.ar
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