Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Cerrar es comenzar. Y para comenzar voy por líneas que dejé en el tintero cuando supe de la muerte del padre Contreras, al que a veces nombraré El Curita.
Hace rato que no lo tenemos por aquí. Me dan ganas de morder el aire a puteada limpia. En los últimos meses de su luminosa vida conversé con él. Cartas y llamadas telefónicas, con la mediación de su salerosa sobrina, María Soledad Contreras. La voz del curita por esos días me llegaba frágil, pero sus palabras latían lúcidas; se consumía, pero no soltaba su entusiasmo. Reanudo lo que escribí cuando salió de la terapia intensiva, era marzo, había otoño, sucedía el año 1998. Y escribí una vez más: pienso que debiéramos celebrar las fiestas de fin de año no sólo durante esos días establecidos por el consumismo. Pregunta: ¿por qué será que nos ponernos buenitos sólo por un rato esos días? Y digo: qué joder, sea el día que sea, ¡hoy es como si fuera Navidad! Compartámos nuestros panes con los creyentes pero, sobre todo, con los incrédulos que están acribillados por las dudas, porque estos creen en todo. Esos incrédulos capaces de creer en la modestia de los gorriones y de descreer de la solemnidad de las palomas; capaces de creer que tejiendo los alaridos es posible concebir la sinfonía pendiente.
Me gusta volver a contarlo: aunque mi papá era un socialista espontáneo, romántico, tuve unos años de colegio religioso. Se me armó flor de despelote interior cuando me topé con eso de que nuestra religión es la poseedora del “único Dios verdadero”. Protesté: “Y los otros miles de millones, ¿qué culpa tienen de no recibir el Dios verdadero? ¿Por qué sólo a nosotros ese descomunal privilegio?” Desde entonces soy agnóstico día por medio. ¿Y los otros días? Un ateo con pie plano.
Retomo. Para hacer, sea el día que sea, otra Navidad, otro Año Nuevo, vuelvo a aquel curita que los mendocinos conocieron por sus acciones. Respiró hasta sus 83 años. Menudo de cuerpo, cargó con varios nombres y algún apellido que madremía… Se llamaba Jorge Juan Augusto Contreras Videla. Pero, chiquito como era, redimió semejante nombres, amasando solidaridad.
Su papá, maestro; su madre, ama de casa. A respirar aprendió en Campo de los Andes. Se hizo maestro, agricultor de conciencias. Mucho después despuntó su vocación sacerdotal. En los ‘60 la Iglesia sacudió su abulia con el Concilio Vaticano Segundo. En el 62, a sus 42, Contreras se ordenó sacerdote. Eligió la ardua intemperie, el tercermundismo: “No concebía ser cura sin estar mano a mano con el pobre”.
Estar con los abundantes marginados, en los años 70 era por demás peligroso. Recordemos al obispo Angelelli y a tantos religiosos asesinados. Pero él siguió en Mendoza, en la cornisa: diez de sus amigos desaparecieron del mapa.
Sobrevivió a la lujuria de la barbarie y, desechando la comodidad del incienso, trabajó, hasta en las fiestas de guardar, por los derechos de los huarpes de Lavalle. En un sitio que Rulfo hubiera elegido para su Pedro Páramo, fue párroco. Hoy estaría celebrando la restitución de las tierras a las comunidades huarpes, ordenada por la Suprema Corte. Y con él Santos Guayama, que dio su vida por ellas.
Nuestro curita sembró en el desierto, que es donde hay que sembrar. Cuenta la biografía de Alejandro Crimi, que escribía poesías y las escondía. Sigamos. Hay una iglesia dada a la comodidad, pompa y opíparo vivir. Pero hay otra iglesia que se codea con los (des)poseídos. Nuestro curita en su intensa vejez vivió en el Barrio La Gloria. Con Chicho Vargas, alentó Los Gloriosos Intocables. Murga mediante, rescataba criaturas de la calle en un provincia en la que taaanta gente almidonada ve a los pobres como olorosos delincuentes.
El curita no se lavó las manos: como el Jesús de los maderos, estuvo con harapientos, presos y desgajados. Nunca con mercaderes, ni con mafiosos, ni con esos que buscan solucionar la inseguridad con las armas en casa. Él sabía que la delincuencia proviene del desempleo y de la analfabetización.
Soy “un enamorado de Dios”, decía. Estaba enamorado del amor. No del amor en cómoda cuotas mensuales, no del amor lavativa. Estaba enamorado del amor que predicaba aquel Jesús que tanto mentamos los 25 de cada diciembre.
Al Curita lo conocí en 1968. Vivía en una casa religiosa del Barrio Escorihuela, al lado de mi casa. Él y mi viejo, que nunca aprendió a rezar, charlaban como vecinos. Al morir mis padres el curita estaba al lado de los ataúdes. No rezaba, les conversaba. Lo miré hacer eso de lejos… Un par de veces me lo crucé, pero, de puro tímido y güevón que soy, apenas lo saludé. Cuando se dio mi obra Tejada Gómez viene a nacer, en el Independencia, al final el curita me pegó un abrazo de esos que duelen. Deputamadre, el abrazo. Ya sé que me va a durar mientras viva.
Me cuentan que soportó una jodida enfermedad sin quejas. Siempre estuvo lejos del cómodo incienso y de la mala praxis religiosa. Prefirió compartir las inclemencias de los desgajados. Tan flaquito, tenía la arrasadora fuerza de la ternura. De día y de noche era una linterna. Nada me cuesta imaginar que, de vivir en estos tiempos, el Curita Contreras sería crucificado con todos los clavos.
Cualquier fecha debiera ser Navidad, o fin de año. Y vamos a brindar por este jesusito que anda suelto, zurcido en nuestro aire y siempre nos dice que a las armas no las carga el diablo. ¿Y quiénes las cargan? Las cargan los imbéciles. Y nos dice también que el amor de los amores llegará más lejos que toda histeria, que toda bala perdida, que todo misil colateral.
Supongamos que hay paraíso. Que es cierto el mentado paraíso… En tal caso, el curita Contreras –evidente–, no habrá elegido el sitio confortable donde están los fruncidos y prolijos, la “gente de bien”; donde están los que creen que el mundo termina en el umbral de sus enrejadas casitas. Seguro que estará en las orillas, en los suburbios del paraíso, donde habitan los que comen un día no y el otro quién sabe.
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