Sigamos celebrando el mentado Día del Escritor. Yo lo hago con una renovada confesión: mi eterna deuda con Gildo D´Accurzio…
Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
… D´Accurzio –don Gildo en adelante– nunca escribió un libro, pero nos escribió a todos: a los famosos, a los consagrados en la urbe portuaria, a los internacionales, a los mendocinos que no bajaron a Buenos Aires, a los ignotos soñadores.
Estamos –estaremos– en deuda con don Gildo. Siempre, y por siempre. Somos una manga de desmemoriados. Y más: somos una manga de desagradecidos. La deuda interna de Mendoza con este hombre no se puede disimular con parches, con homenajitos de ocasión. Vuelvo a don Gildo reiterando conceptos como quien repite y repite una canción que lo conmueve. La lectora, el lector ¿me perdonan? No podré evitar la autoreferencia. En el año 2016 la Feria Provincial del Libro de Mendoza me fue dedicada. Acepté el tributo con la condición de que no se usara la palabra “homenaje”, palabra que da por hecho que el homenajeado ya no respira por aquí, y si respira, está hecho un paupérrimo cachivache. En el acostumbrado discurso inaugural de esa Feria dije que aceptaba el tributo porque “ellos” se lo merecían. ¿Quiénes eran esos “ellos”? Me refería a la Juana, mi madre; al Andrés, mi padre, y a don Gildo, el editor de mi primer libro, luego de que fuera prohibido y quemado en 1962 por un decreto gubernamental.
Gildo, Juana y Andrés son los autores de mis más de cuarenta libros. Mis padres, que no tuvieron escuela, y don Gildo, en su prodigiosa imprentita me sembraron, de algún modo me escribieron los libros. Mi deuda con ellos es incesante, definitiva.
Voy por D’Accurzio. Quiero repetirlo: si la avenida San Martín no se llamara así, debiera llamarse avenida Gildo D´Accurzio. Es más: me atrevo a sostener que el general ciudadano, amante de los libros como era, hubiera preferido que la calle vertebral de nuestra avenida capitalina llevara el nombre del fecundo imprentero.
En el plano de lo que denominamos “cultura”, don Gildo hizo por Mendoza tanto como el Canal Guaymallén y ese colosal sistema circulatorio que son las acequias. Pero lo olvidamos alevosamente, y lo saqueamos. Momento de repreguntarnos: ¿Qué significó D’Accurzio para esta Mendoza nuestra, tan renovadamente conservadora, tan inhóspita con sus hacedores de la palabra, con sus artistas?
Paladeo el relato que sigue: don Gildo tenía una imprentita en pleno centro, en la calle Buenos Aires al 200 (hoy allí creo que sigue funcionando el café Los Angelitos, sitio donde aletea el arte). No escribió un solo libro, pero desde el entrañable nido de su imprenta nos escribió a todos. Fue un imprentero panadero, y partero. Italiano del norte, apenas adolescente llegó a Mendoza y gestó esa imprenta que siempre quiso, sencillamente, ser nombrada imprenta, cuando en realidad fue una prodigiosa usina editorial. Pero él nunca quiso llamarse editor: en la contratapa de sus preciosos libros ponía discretamente: G. D´Accurzio Impresor. De su taller salieron más de 1500 títulos, de autores de todo el país. Cortázar en sus cartas dejó constancia; se enamoró de esa imprenta de la que hasta brotaban libros escritos en inglés, en italiano y en francés, y en latín y en griego, ¡y hasta en sánscrito! La imprenta sobrevivía haciendo folletería comercial. A los libros los editaba a pura pérdida, a pura alegría. Encarnaba una fiesta de la pluralidad.
Lo recuerdo como un ser sonoro, don Gildo: tenía voz de tenor con potencia de agricultor amigo de la intemperie. Yo le solía decir: “Don Gildo, para qué usa el teléfono, si usted se escucha de lejos”. Él hacía como que nos cobraba, pero nunca le pagábamos por los libros que nos imprimía. Estaba alumbrado por la virtud de la solidaridad, virtud que tanto escasea en estos tiempos en los que se invoca la sagrada libertad para calumniar cosas como el barbijo y las vacunas. Para don Gildo la solidaridad era un hábito; tenía una secreta debilidad: con frecuencia mandaba sobres (con dinero) a escritores en estado calamitoso. A esos sobres, siempre anónimos, su hijo Juan Carlos los deslizaba por debajo de las puertas de escritores atravesados por la miseria. Este pibe murió a los 14 años. Por años, día y noche, don Gildo dejó sin llave la puerta de su casa; esperaba que su Juan Carlos volviera.
Pero D’Accurzio no se quedó en la ciénaga del dolor, vadeó la insoportable congoja haciendo un concurso literario anual en memoria de su hijo. El premio era la edición del libro, y la colección se llamaba Clavel del Aire. Ese concurso parió a varios de los grandes escritores mendocinos del siglo XX. El resultado anual producía encontronazos, despelotes, cruce de dimes y diretes. Agobiado por nuestras envidias y miserias, don Gildo no tuvo más remedio que ultimar el concurso. Madremía.
Bien sabemos que esta Mendoza nuestra se enorgullece de escritores que trascendieron al mundo: Di Benedetto y Tejada Gómez salieron de esa imprentita, en la que también brotaron libros de Bufano, Ramponi, Vega, Tudela, Calí, Lorenzo, Cirigliano, Sola González, Calí, Rodríguez, Vázquez, Crimi, Arias, Bustelo, Marianetti, Roig, Draghi Lucero y de tantos que le dieron médula e identidad a la bonita provincia. Porque, hay que decirlo, somos algo más que bodegas y veredas lustradas. Mendoza es sus artistas, sus músicos y cantores, sus escritores y poetas. Y todos ellos vienen siendo los que rescatan a Mendoza de su también famoso corsé de prejuicios y conservadurismo.
Debo confesarlo: yo también asomé a la literatura, veiteañero, en esa colosal imprentita de don Gildo. Lo reconozco con todas las sílabas: si gané premios, si he publicado decenas de libros, si fui traducido al inglés, francés, italiano, coreano, quechua, polaco, idiomas que no se hablar, es porque pude nacer en el cálido pesebre de esa imprentita única. Mi deuda –definitiva– es de las que no se pagan.
Para que se conozca más hondamente a D’Accurzio evoco lo siguiente: Don Gildo publicó la segunda edición de mi primer librito, “Pautas eneras”, en 1962. La primera edición, de la Biblioteca San Martín, fue prohibida por un decreto de uno de los frecuentes gobiernos de facto. Prohibida y encima quemada en el playón de la Casa de Gobierno. Don Gildo, sin reparar en riesgos y sin importarle que yo fuera un reverendo pendejo desconocido, me ofreció hacer la segunda edición. Y salió a los seis meses, el 24 de diciembre de 1962, con un prólogo para keroseneros incendiarios. Cuando le hablé del pago don Gildo me dio la espalda y me dijo: “Dejemos eso del pago para más adelante.” Eso mismo le dijo a Di Benedetto, a Tejada Gómez, a Lorenzo, a Draghi, a Ramponi, a Cúneo… Eso nos dijo a todos los que soñábamos con ser escritores: “Dejemos eso del pago para más adelante”. Es decir, para nunca.
Así fue: a los seis meses de haber sido quemado mi libro Pautas eneras, don Gildo me paró en la vereda y tratándome de usted me invitó a la imprentita. Cuando ya se estaba haciendo la prueba de colores de la tapa, me llamó y me dijo: “Haga todas las pruebas que quiera, sin apuro. Y me llama cuando esté conforme”. Hicimos, qué se yo, como veinte pruebas y cuando las consideré perfectas en su color rojo profundo, le avisé a don Gildo. Ahí fue que él metió ojo y mano y salieron otras pruebas, una mejor que otra y que otra, y que otra… Cuando consideró la prueba óptima, me preguntó: “Rodolfo, ¿por qué está con esa cara? ¿Sigue enculado con los que le quemaron el libro?” “No es eso –le respondí– es que no sé cuando le voy a poder pagar”. Entonces, cruzándome el brazo por la espalda don Gildo me invitó salir a la vereda y me llevó hasta una panadería que estaba en la misma cuadra. Al llegar le pidió permiso al dueño, para pasar al fondo. Entramos. El gran horno estaba en la plenitud del fuego. Ahí me dijo: “¿Vio Rodolfo? Sabemos que hay un fuego dañino, que quema casas, seres humanos, libros… pero aquí podemos comprobar que también hay otro fuego; un fuego noble, el que sirve para hornear el pan”.
Salimos de la zona del horno. Al volver al mostrador, me dijo: “Usted me va a pagar, y será pronto”. Pidió dos kilos de pan. Me sorprendió: “Con este pan usted me está pagando los mil ejemplares”. Le dije: “De acuerdo, don Gildo, pero son 1500 ejemplares”. Me retrucó: “No se aflija, amiago, la semana que viene usted vuelve y me compra un kilo más de pan y con eso me habrá pagado la edición entera”.
Aquel día don Gildo me enseñó que hay un fuego atroz, pero también está el fuego que le da semblante al pan. Tenía razón José Ingenieros: citando a Shakespeare, decía que hereje no es el que arde en la hoguera sino el que la enciende. Después de todo yo debo estar muy agradecido: ¡gracias por la condecoración de las llamas!
Hablando de fuegos: el único fuego que se sobrepone a la desmemoria es ése que ayer, que ahora, que mañana, le dio, le da, le dará semblante a la harina, para que la harina cumpla con su eterno deber: ser pan. Pan inclusivo. Pan para todos, todas y todes.
Eventuales lectores: ¿se dan cuenta por qué para celebrar el Día del Escritor evoco una vez más a don Gildo D’Accurzio? La burocracia universitaria, a don Gildo le amargó sus últimos días de vida. La prodigiosa imprentita –insisto–, tan admirada en Buenos Aires y en media Europa fue desgajándose: pasó a la Penitenciaría, años después al Círculo de Periodistas. Terminó descuartizada. ¿Por qué? Porque siempre carecimos de una política cultural y porque –hay que decirlo– nosotros los escritores, charlatanes y quejosos inocuos de café, no ejercitamos la ética de la acción conjunta para salvar las linotipos, los cofres aterciopelados que anidaban tipografías admiradas en el mundo. Qué triste paradoja: la gran provincia conservadora no supo conservar la imprenta D’Accurzio, ese tesoro de identidad.
La única manera de desagraviar y resucitar a don Gildo es superando, con imaginación y acción, esos “homenajitos de ocasión”. Hay que hacer, hay que sumar. Y hay que convertir el nombre de D’Accurzio en una usina de propuestas y realizaciones que vayan más allá de “la foto”. Estoy a disposición, para esto. Por empezar habría que reanudar el concurso “Clavel del aire”. Para poesía, cuento, novela, teatro, ensayo.
Pero no basta con los discursitos y las buenas intenciones. Tenemos que asumir la realidad. Cruel realidad. Para decirlo en castellano: ¡una vergüenza! Desolado se nos murió don Gildo. Fue un partero panadero. Madera santa para los clavos literarios. Lo recuerdo caminando las veredas de la avenida que debiera llevar su nombre, ya anciano, apretando los ojos para no soltar las lágrimas y tapándose los oídos “para no escuchar la tristeza”. No necesitó morirse para ser olvidado, don Gildo… Don Gildo, el hombre que nunca escribió un libro pero nos escribió a todos. En fin.
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