El 10 de diciembre de 1983 asumía la presidencia Raúl Alfonsín. Por eso nuestra democracia está cumpliendo 37 años. Reanudo reflexiones de otras columnas. Estos años se nos pasaron, por así decir, volando; aunque el pandémico 2020 nos parezca interminable
Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
37 años. Aquel día de pleno sol y cielo inobjetable, pasado el mediodía Alfonsín asomó en el balcón del Cabildo. Lo recuerdo nítidamente. Fui a Plaza de Mayo con mis dos hijos que eran todavía pibitos. Alfonsín nos dijo que gobernar iba a ser difícil. Lo dijo y lo repitió. La euforia tapó sus palabras, traspapeló su advertencia. Desde entonces venimos cumpliendo años, pero, afrontemos el incómodo interrogante: ¿tener más edad significa que estamos creciendo?
Pregunta: ¿Nuestra democracia ya es adulta o está adulterada? Celebremos con otro año, la continuidad; brindemos pero desde la reflexión. Tengamos mucho cuidado: nuestra democracia está cercada: el neoliberalismo, hacedor de pobreza y analfabetización, no descansa, no tiene pudor, perdió la vergüenza. Se llena la boca reclamando “república”, pero la república le interesa un coraje, perdón, un carajo. Usa “república” en vez de “inmobiliaria”. Sobre todo en la CABA. La opulenta capital que, año a año, viene reduciendo el presupuesto para la siempre mentada “educación”. Sin ir muy lejos: actualmente hay más de 20 mil niños sin vacantes. Con letras: veinte mil. Qué atrocidad. Qué vergüenza. Qué muestra de civilización usada para sembrar la barbarie.
Los aniversarios son una buena ocasión para mirar al costado. ¿Hemos olvidado el Golpe de Estado y la carnicería que hace poco más de un año padeció la Bolivia entonces presidida por Evo Morales? Ahí tenemos la simpatía y la imitación que provoca desde su reinado en Brasil el señor Bolsonaro. Lo que ocurre en Brasil espeluzna: es contagioso y por eso peligroso. El caso es que nuestras democracias peligran por la falta de anticuerpos: ya sabemos que cualquier monicaco con buena billetera y promesas de Mano Dura puede ser alzado por las urnas de ciudadanos desinformados y paranoicos.
En tren de observar, detengámonos en el todavía presidente de la primera potencia mundial, con su flequillo rasante y su sarta de barbaridades, ignorando el veredicto de las urnas en un país que se ufana considerándose “custodio de la libertad y de la democracia”. (Por favor, no nos custodien tanto.)
Evidente, se cantan en todo: racismo explícito, xenofobia galopante, festival de misiles, construcción de una muralla de cientos de kilómetros, afixia de negros a la vista de todos. Bolsonaro es el eco de Trump. Ese eco tiene demasiada repercusión en la Argentina, se exalta el concepto de Mano Dura, se hace campaña con la difamación electrónica de las redes, se rifa el concepto de los derechos humanos. Todo el tiempo se enarbola el odio, sin asco. Ahí tenemos, además, el ecuménico papelón extradeportivo de esos muchachos vigorosos y machistas, llamados “pumas”.
Y no nos olvidemos que no hace mucho, en este 2020, fue rodeada la quinta presidencial de Olivos (con el presidente adentro), por un puñadito de policías que enarbolaban la excusa de un reclamo salarial. Ojo al piojo: mejor que apagar los incendios es evitar que se produzcan.
A la vista está: las derechas son insaciables, usan la democracia como condón, utilizan la impiadosa guadaña del neoliberalismo. Todo vale y de todo se vale la voraz derecha. Y lo más grave es que ese aluvión copa los gobiernos valiéndose de los mecanismos de la democracia.
Pregunta: ¿qué puede suceder en la Argentina, sin anticuerpos, tan propensa a contagiarnos con lo que ocurre en Brasil?
Revisémonos. En esta patria idolatrada hemos tenido que soportar mandatarios con un promedio de (in)capacidad desolador. Presidentes incultos, presidentes bostezantes, presidentes vagonetas que leen con dificultad discursitos que les escriben otros, presidentes invertebrados, presidentes de vocabulario paupérrimo, en fin, presidentes impresentables.
Lo peor es que estos personajes, fabricados por publicistas, confunden maquillaje con semblante. Campantes se valen de la legitimidad de las urnas. Madremía.
Así es la cosa: estamos en el mundo con una democracia todavía endeble que vuelta a vuelta es usada como forro o, si se prefiere, como condón. Muchos de los que gozaron ilesos y entusiasmados los años de dictadura, ahora usan a la democracia con eficaz impudor. No hemos dejado de estar en peligro, y nuestra democracia no termina de coagular. Hoy este país es un agujero con forma de mapa. Encima atravesado por una pandemia mundial que muchos tratan de ridiculizar quemando barbijos. Ante semejante situación, la impaciencia es una forma de sabotaje y la desmemoria es reaccionaria.
Las advertencias que formuló Alfonsín hace 37 años, desde el Cabildo, podrían formularse en este 2020. Para que los simpatizantes de la Mano Fuerte, de Bolsonaro, no nos madruguen recordemos los años atroces. Tras la desguerra de Malvinas la democracia nos cayó sobre la mollera. Jamás, en esta patria espasmódica, la democracia nos duró tanto. Nos duró pero sin consolidarse, sin terminar de coagular.
Nuevamente, ojo al piojo: la democracia no se hace tartamudeando discursitos garabateados por publicistas.
Para que no nos acogote el “modo Bolsonaro” es imprescindible hacer(nos) una exigente memoria y balance. Muchos acusan a la democracia de todos los males habidos y por haber. La democracia es lo que somos. Nos espeja. Hagamos memoria. La memoria genuina no es, como dicen, retroceso. Semilla el día de mañana. A ver si nos entendemos: la memoria es la placenta del futuro.
De vuelta: no basta con cumplir años para crecer. Afirmar que estamos en “la adolescencia de la democracia” es un cálculo de pueril optimismo. Apenas si nuestra democracia cariada es un bebé que gatea penosamente, sin sostener la cabeza. Y ese bebé sigue acechado por los criminales que digitaron nuestras vidas y muertes. Dicho sea: la sangrienta dictadura no fue sólo cuestión de alucinados militares, contó con la participación de civiles, con la indiferencia activa (complicidad), de millones.
Renovada pregunta: nuestra democracia, ¿está consolidada? Nunca dejó de estar en peligro y esto se agudizó, por ejemplo, durante la década neoliberal del Señor de los Anillacos, cuando se entregó y rifatizó desde el ferrocarril hasta YPF, pasando por la aniquilación de la industria. En esa década signada por los buitres de afuera y los buitres de adentro, perdimos el equivalente de cientos y cientos de Malvinas. Regalamos el agua. Loteamos los mejores pedazos de mapa. Vendimos las joyas de la abuela. Caramba, y a la abuela también la vendimos.
Vale pena insistir: pero, ¿por qué peligra la democracia? Porque aquí la paranoia se convirtió en una ideología, de derecha. Una derecha inclemente que insiste en añorar la Mano Fuerte y que se mueve lo más campante, sea con los milicos; llegado el caso, sea con las urnas.
Más preguntas: ¿por qué a los 37 años de su edad nuestra democracia apenas si gatea? ¿Será porque nació prematura y gestionada por pocos? Observemos: la democracia, ¿es un fruto o una fruta? Un fruto es algo que se siembra, que se consigue fatiga y paciencia mediantes. Una fruta es algo que de pronto nos cae sobre la mollera. El fruto emerge desde abajo. La fruta viene de arriba.
Recordemos: en 1983 la democracia nos cayó en la cabeza porque la banda de militares asesinadores agotó sus colmos con la (des)guerra de Malvinas. Fue una fruta y no un fruto conseguido.
A la democracia la tenemos que “hacer”, siempre, día por día, con sus noches enteras. No la culpemos de nuestras corrupciones. Ella, la democracia, no es perversa ni es virtuosa: es como somos. A la vista está: tipos y tipas amigos del gatillo fácil y de la picana están en carrera. Así cualquier “Bolsonaro” de morondanga, miedos mediante, se puede apropiar de nuestras vidas y de nuestros sueños.
La democracia será mejor cuando comprendamos que la corrupción es algo muuuy repartido en todas las profesiones y oficios. Pero, por tercera vez, ojo al piojo: que este mal de muchos no sea consuelo de tontos. Y algo más: la indiferencia es en sí una muy activa forma de corrupción.
Lavarse las manos a veces es un indispensable acto de higiene, pero en ocasiones es un acto de dañina cobardía. En realidad tenemos una democracia “como la gente”. Y no nos olvidemos: la “gente” somos todos y todas. La democracia necesitará más que nunca de memoria activa, para saber de dónde venimos, para no caer en el asqueroso sabotaje de la impaciencia (sobre todo de quienes comemos con mantelito, estamos alfabetizados y tenemos techo).
Damas y caballeros, no nos dejemos afanar las urnas. El neoliberalismo está dispuesto a todo.Tenemos que dormir con un ojo abierto, y el otro también. La democracia es un prodigioso insomnio.
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