Esas lágrimas que le brotaron a Benedetto no son fingidas ni sobreactuadas.
Representan un legítimo testimonio de cómo un referente asume la responsabilidad en los momentos clave y arriesga su imagen sin buscar excusas ni poner la culpa en terceros.
El fútbol es un magnífico productor de sensaciones in extremis.
Cuál un péndulo en movimiento oscila de extremo a extremo y pone en riesgo las conjeturas previas en la medida que el factor sorpresa es parte identitaria de su esencia.
Dos penales fallados en un mismo partido, en el mismo arco y frente a la misma multitud que tantas veces lo vivó, marcan que esta caja de resonancia que es la pasión futbolera está lejos de estandarizarse en un patrón de infalibilidad.
Solamente el propio futbolista sabrá decodificar qué le sucedió previo a impactar la pelota con violencia en el segundo lanzamiento desde los doce pasos.
En ese estado de angustia y resignación en el que debe estar ahora, quizás encuentre respuestas.
O quizás, no.
La lógica futbolera es un silogismo sin conclusiones.
No hay algoritmo alguno que pueda interpretarla.
Es lo que es: la intensidad emocional sin sujeción que la contenga.
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