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Las atribuciones de los impertinentes.

31/01/2022 01:36
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Johana hubo de ir hasta San Martín para cuidar a uno de sus sobrinos que se encuentra convaleciente luego de un agudo caso de peritonitis. En la sala donde el muchacho reposaba, mi querida tuvo las más variadas cavilaciones: pensaba en las excelentes condiciones en que allí mantenían a su sobrino —condiciones por las que nadie habría de pagar—; en el cálido trato de las enfermeras, pese a encontrarse anegadas de trabajo a tal grado que llegaban a olvidar más de una cosa —pero sin perder nunca la sonrisa—; meditaba incluso en el fugitivo número de todas aquellas personas que habrían lanzado allí mismo, en ese pequeño recinto, su último suspiro. Todas esas consideraciones se abultaban en sus pensamientos hasta que fue a dar con algunas pancartas que expresaban la actual condición del personal de la salud. «¡La salud está en peligro!». Tal fue una de las leyendas que atrajo su atención, hasta que algo más tarde dio con la historia de una médica que, luego de veinte años en relación con la medicina, diez estudiando y diez ejerciendo, ha aprendido a desilusionarse de tal camino y ahora quiere renunciar. ¿Que por qué desea tal cosa? Pues no debe extrañar a nadie: el maltrato, la desidia, el egoísmo, la hipocresía… la ingratitud de las personas.

¡Nunca tan oportuno, mis queridos! La semana pasada les decía que no recibirán de mí opiniones politizadas y mucho menos políticas y es este un caso particularmente ejemplar. Por si hiciera falta desambiguar aquellas mis palabras, diré aquí que con ‘politización’ me refiero al hecho de escribir desde una posición política —y por favor no me salgan con eso de que «todo es político»—, y con ‘política’ quiero referirme al hecho de estar incluido en la política, merced a la muy reprochable y enturbiada perspectiva de los intereses personales. En todo caso no pretendo yo más que una sola cosa: ¡Defender la condición de los abnegados!



Creo entonces que es momento de reprender con dureza admonitoria el comportamiento de nuestra aburguesada y mal acostumbrada —que son sinónimos— sociedad argentina. Cuando la mayoría de las personas se acercan a las instituciones públicas lo hacen con altivez y como si acaso alguien debiera resarcirlas por vaya a saber qué méritos. ¡Es indignante!

—Es que, señor mío… —dice alguien— ¡Que yo pago mis impuestos!

Pero yo le pregunto a esa persona: ¡¿Qué es aquello de elevar la bandera de los impuestos?! ¡¿Es que acaso no se ha enterado de que se trata del contrato social al cual se aviene desde un comienzo?! ¡¿Y quién le dijo que puede reclamar cosa alguna como si no se tratara de una relación de la cual usted obtiene incluso mayor provecho?! ¡¿Y quién es usted que alza la voz y escupe sus exigencias?! Siquiera sus impuestos valgan tal cosa; siquiera puedan ‘los impuestos’ justificar la gratuidad de sus expresiones, su execrable queja de pacotilla.



Dije yo que quería salir a defender a los abnegados, y si bien el personal de la salud recibe paga por su trabajo, no es menos cierto decir que no tienen por qué diablos tolerar el descaro de aquellos que los increpan como si fueran sus señores. Nuestra sociedad, tan despojada de principios valiosos, ha perdido entre ellos al más importante: la humildad. Incontable cantidad de filosofías glorían la humildad y su consecuente gratitud, pero hoy parece que portamos atribuciones especiales que nos hacen inmunes al reconocimiento de los buenos actos.

¡Debemos agradecer tener un país que se permite una salud que en rigor no puede permitirse! Y me importa un demonio gracias a quién la cosa resulta así, porque más me importa agradecer que hoy así resulta. ¡Hoy! (Y las gracias han de darse a su debido tiempo). La próxima vez que entren a un hospital público pisen con cuidado y abran bien los ojos; no olviden que pisan suelo sagrado, porque en él se debaten la vida y la muerte. Y tampoco olviden que un gran número de las personas que allí obran han jurado servir a la humanidad y salvaguardar la vida humana, por lo que, si ustedes no la respetan debidamente, han de permitir que quienes están capacitados operen con absoluta libertad. Ustedes —los quejosos— pueden ofrecer su silencio (es el mayor bien que pueden dispensar).


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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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