Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
He pasado largos minutos rebuscando aquí y allá para dar con el exacto significado del tan famoso verso virgiliano: «sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt». Lo que me importa, en verdad, es el «sunt lacrimae rerum» que tantas veces se ha traducido como «Hay lágrimas en las cosas». Ocurre que existen frases latinas de muy difícil cribado. Como leí por ahí, en casos como el mencionado es difícil conseguir una traducción cabal para el castellano de buena ley. Así, también consulté mi Diccionario Latino-Español, pero no hubo remedio, los participios y demás… ¡Cuánto lamento yo no dominar con excelencia esa sugerente lengua!
El caso es que recordaba al poeta Virgilio porque he sentido cosas muy que muy similares. Desde hace algún tiempo, no puedo dejar de quedarme en las cosas. Todo lo que recibe mi mirada se deja como en un mudo despedirse; las cosas resbalan de mi vista y quedan pegadas a sí mismas, dejándome en ese tránsito indetenible… yo mirando.
¡Qué honda nostalgia me atenaza cuando, caminando con prisa rumbo a mis quehaceres, no puedo apreciar lo suficiente el mundo! Yo veo las casas, los edificios, las copas fragantes de los árboles, pero no puedo demorarme lo necesario. Todo permanece ensimismado, o mejor dicho: encosificado. Y, de alguna manera, yo siento que todo se llora en una suerte de silencioso cautiverio; casi parece que las cosas quisieran salir de sí mismas y acompañarme, pero se sujetan a su destino quieto.
Sin embargo, también me es dado considerar la posibilidad de que acaso las cosas no lleguen jamás concretamente a ninguna parte de tanto estar en sí, y es algo que me roe por dentro. Digamos… siempre que nos encontramos mirando algo lo hacemos porque aquello no está en nosotros; esa perspectiva es la presencia de una nada que se interpone entre nosotros y lo mirado, un vacío que llena el espacio. Existe una siempre distancia entre nosotros y el mundo que miramos. ¡¿Cómo no sentir nostalgia?!
¡Y precisamente! La voz «nostalgia» nos llega del griego nóstos que, en sus orígenes, representaba el regreso salvo de los combatientes, por lo cual era mayormente utilizada en la poesía épica. Así, luego de siglos, fue acuñado el neologismo que vino a significar «pena de verse ausente; tristeza; melancolía». Entonces se ve claro por qué he elegido esa palabra para describir mi peculiar emoción; me siento como ido del mundo, notando esa ausencia potencial que ha de sobrevenir a como dé lugar… esa ausencia que he de dejarles.
¡¿«Dejarles»?! ¡Bueno, sí! También he podido gustar esa certidumbre de que, al irme yo, no mataré al mundo con mi partida… el mundo seguirá tan mundo como siempre, ¡y gracias! Pero las cosas me lanzan una letanía difícil; corean mi nombre en un tono final, lapidario… más bien: inapelable. Recuerdo nuevamente a mi adorado Amiel:
«En el fondo de todo se halla la tristeza, como al final de todos los ríos está el océano».
¡Claro que he querido apresar las cosas, pegarme a ellas como un amante enfebrecido! Aunque, es evidente que el celo es el mejor rostro de la impotencia. No, no puedo encelarme. Y allí posa mi alma, en un hueco de inquietud, mirándose mirar y pensando en todas las miradas ya dormidas que alguna vez miraron lo mismo —que, quizá, alguna vez concibieron los mismos pensamientos y las mismas nostalgias—. ¡Cuántos otros han observado ese perpetuo irse quedando de las cosas! ¡Y cuánto hay que llorarlas cada vez! ¡Sí, llorarlas! ¡¿Quién nos ha dicho que volveremos a verlas?! ¿Quién sabe si no son estas nuestras últimas miradas?
Para ver hay que estar fuera, es la diversificación lo que permite el distingo; sabemos que estamos porque no estamos (¿no era algo como esto último lo que planteaba Hegel?)... ¡Pero todo queda! Y las cosas quedan, quedan como intocables lápidas de la historia de los hombres por venir.
¿Qué será lo que he de ver por última vez?
¡¿Y cómo sabré si no son estas mis últimas palabras?!