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La mujer, la búsqueda y el bien

Ser el bien, no buscarlo

13/03/2022 19:37
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Quizá, de todos los argumentos falaces el peor sea el argumento ad hominem. Es detestable que, cuando uno argumenta cualquier cosa, le echen a la cara un: «Sí, pero vos…» (¿Yo qué?). Ocurre que resulta detestable porque en ningún momento se oponen razones, y es de esperar que cuando uno utiliza su raciocinio le devuelvan una respuesta proporcionada, consecuente; es imperioso que su interlocutor presente juicios a la altura. Hoy, poco y nada se utiliza la razón para brindar argumentos; la mayoría de las veces la mano directriz es la emoción, el sentimiento (y no es poco necesario destacar que bien puede ser un agente coadyuvante para la labor intelectual como así también una fea piedra de tropiezo).

¿Tropezamos con la emoción? Véase lo siguiente. Hoy me proponía abordar en algo una que otra inquietud que se me desprende por el Día de la Mujer, pero al punto se presentaron ante mí los más variados reproches: ¿Cómo se le ocurre a un varón, blanco, rubio, heterosexual y burgués, (pido por favor que se atiendan las comas) abordar un tema semejante? Mejor, digo: ¿Qué derecho tiene? ¿Qué derecho tengo? Y, en verdad, que tengo tan legítimo derecho como cualquier habitante de una comunidad democrática (si acaso). El grave problema de nuestra condición actual es que se presume que no debo tenerlo gracias a esas descripciones que no se refieren más que al envase que me figura.

 

 

Más temprano, leía un panfleto en una parada de autobús (y ocurre que no es la primera vez que practico ese tipo de lectura) que «el capitalismo» implica nuestros cuerpos en un seno tan esclavizante que debemos determinar a quién lo estamos vendiendo y por qué. Precisamente, situados en una mirada exógena —una mirada desde lo externo— no podemos esperar más que se erija al cuerpo como un todo, y es ese tipo de visión sesgada la que compromete todo pensamiento posterior. Yo pregunto: ¿No hay más que cuerpos? ¿Tan solo debemos ocuparnos del revestimiento? ¿Es que acaso no existe nada que preceda a la materia que nos da forma?

Pues claro: no existe nada que preceda a la materia que nos compone. Al menos esto se desprende de todo el pensamiento instilado a lo largo del siglo XIX; pensamiento materialista —mecanicista— y visiblemente deletéreo, que ha infestado casi cualquier cosmovisión contemporánea. Pero si esto es así, si tan solo debemos pugnar por libertar los cuerpos y elevarlos, ¿quién y qué se rebela para tal acción? Quiero decir, ustedes perdonen: Si lo que hemos de hacer no es más que desbaratar las diversas prisiones que someten los cuerpos, ¿de dónde surge la fuerza emancipadora? ¿Cuál es el primer principio?

Y aquí damos, como por arte de magia —que nada de magia—, con otra noción que ya en su tiempo cantó el bueno de Camus: «Las consecuencias siguen a los principios». Aquí tenemos entre manos un problema de principios, de principios intelectuales. Antes de defender una cosa cualquiera debe conocerse la cosa de la que se trata. Antes de rebuscar en los cuerpos, hemos de determinar si no son más que peleles con voz, cortezas hueras, o más que eso: la manifestación de, ¡exactamente!, un principio.

 

 

Pero el pensamiento exógeno todo lo gobierna; un pensamiento que toca superficies. ¡Esto es fatal! Es peligroso incluso, porque va de lo lejano hacia lo más lejano, sin posibilidad de retorno: se convierte en una abstracción. Así los actuales ideales: se pro-yectan hacia un firmamento de bruñida realidad, de perfección inalterable. Se busca la aplicación de una justicia total y la erradicación absoluta de la violencia y los impulsos destructivos, pero tan nobles aspiraciones son quimeras para la adventicia naturaleza de la humanidad. La aplicación rigurosa de políticas tendientes a un fin absoluto trueca sistemáticamente en un sometimiento ideológico. Todo aquel que desee instalar un paraíso terrenal no hará más que tiranizar.

Habla un yo con el mejor costado de su sensibilidad, procurando establecer un lazo, aportando sus razones. Creo siempre en la edificación por el bon sens (el sano juicio) y el diálogo abierto. ¿Cómo empezar a ser más justos en un mundo envilecido? Creo, humildemente, que reconociendo nuestra vileza y abriendo nuestros corazones. El mal comienza con su desplazamiento: verlo tan solo en lo otro. Pero también debemos acercar el bien y no eyectarlo hacia el cuadro del ideal; debemos bajarlo para hacerlo posible: debemos encarnarlo.

 

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada. 

 

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