Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
No quiero sonar cínico…
¿Saben? Yo trato las más de las veces de desplegar frente a ustedes la naturaleza de mi corazón, ¡y quizá lo haga! Pero yo busco más todavía… Quisiera yo que esa naturaleza que se despliega sea absolutamente pura, digo: descontaminada y amorosa. Que se brinde desde el amor y no busque como consecuencia una retribución, cosa que a la postre no sería más que un egoísmo disfrazado, una mezquindad. Aunque a veces…
Yo pretendo ser cuidadoso, no quiero dispensar guadañazos que podrían segar el buen trigo, pero ocurre que a veces me crispo, que mis ánimos enardecen y no puedo contener el golpe errático. Vean ustedes a lo que me refiero. Sin dudas, soy alguien que cree que a la vida hay que quererla, que hay que asumirla sin escrúpulos, así como decía Merton: «Si queremos ser espirituales, vivamos antes que nada nuestras vidas. (...) Abracemos la realidad». ¡Así es, debemos amar lo que somos y lo que nos ha sido dado! (¡¿Pero cómo explicar lo que «amor» viene a significar aquí tratándose de una palabra de tan vasto alcance?!).
Sin embargo, tampoco me refiero con lo anterior a que debemos gratificarnos a como dé lugar, incluso bajo un cielo atronador e inclemente. Pero aun así muchas veces he llegado a ver de qué manera hay semejantes que viven una vida edulcorada, una vida escenográfica que parece sacada de la más trillada ficción. Pareciera, en estos casos que menciono, que mis convecinos lo asumen todo sin reparos, que a todo lo toman por bueno se trate de lo que se trate, y yo no puedo menos que pensar que se han bandeado hacia el reino de la comodidad. No puedo menos que sentir que todo les vale lo mismo, que no es otra cosa que decir que a todo son indiferentes.
Yo me pregunto: ¿Acaso no es esa una forma de abdicar la razón y la voluntad? Yo entiendo que alguien podría sostener que «de eso se trata», que si queremos ser espirituales debemos eliminar nuestra voluntad caprichosa y entregarnos a los designios del destino, etcétera, pero volviendo a Merton encuentro: «Meditar es pensar. Y sin embargo, la meditación triunfante es mucho más que razonamiento o pensamiento».
¿Y debemos tomar a Merton como única referencia? No necesariamente, pero sí diría que resume maravillosamente bien (esto, sin mencionar que llegó a practicarlo en su propia vida) el pensamiento de otros tantos filósofos de grueso talle. Me parece importante su palabra, dado que él sí fue un hombre profundamente espiritual que dedicó décadas a la práctica religiosa. Así, volviendo sobre sus pasos, vamos a dar con la advertencia de que cuando nos inclinamos a la contemplación con una excesiva complacencia no hacemos más que regodearnos en una contemplación de nosotros mismos, cayendo «en el abismo de caliente oscuridad que es nuestra naturaleza sensible». Traduciendo esto: que cuando abrazamos indistintamente (tontamente) la vida, en verdad estamos siendo incautos y orgullosos; que no hacemos más que mirarnos el ombligo, ¡la caliente oscuridad de nuestro centro egoísta!
Sí, no tolero esa suerte de allanamiento de los matices, ese tibio canto de la bondad general del mundo, cosa que me parece displicente y pretenciosa. Si la vida implica algo no puedo menos que imaginar que es la responsabilidad: el imperativo de ser lo más justos posibles al mensurar los acontecimientos. Yo veo esas reuniones seudoterapéuticas donde todos se abrazan y celebran y a mí me da como urticaria; me quedo largos períodos meditando acerca de la naturaleza de esos cenáculos, pensando cómo es posible que la vida sea una cosa tan sencilla que parece resolverse con un abrazo, una caricia y basta; con una cancioncilla tribal y un rezo ambiguo y deslavado. No puedo menos que pensar que una verdad de esa categoría, una verdad tan fácil, no es otra cosa que una mentira. ¡Y para peor! Cavilo delicadamente en el hecho de que quizá esa actitud tan resuelta frente a la vida no sea otra cosa que una falsa humildad y una fea presunción de claridad.
Entonces, como por inspiración, regreso al buen Merton y me encuentro con esa terrible sentencia:
«¡Si fuéramos realmente humildes, sabríamos hasta qué punto somos mentirosos!».