Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
En mi publicación anterior hablaba yo —tan extensamente como me permitiera el límite de palabras impuesto para esta columna— acerca de la condición del personal de la salud pública en nuestro país. A lo largo de los días he ido recibiendo tanto comentarios a favor como en contra, cosa siempre de esperarse a la hora de abrir uno sus fauces y cantar sus pensamientos (y poco importa en este caso lo afinados que sean). Quiero decir, como si esto fuera el paréntesis de un paréntesis, que, más allá de la cabalidad con la que pueda ser transmitido un pensamiento, despertará siempre furias y vítores (lo peor, como casi me parece evidente, será siempre despertar indiferencia).
Si leyeron mis palabras, verán que me refería yo con clara, absoluta indignación a las personas que, imprecando violentamente, arremeten contra sus semejantes alzando la égida del civismo y la lanza de los impuestos. Debido a ello, tuve que hablar con mi amada Johana para que me aclare del todo ciertos pormenores de nuestra administración social (ella es, precisamente, administradora de empresas). Al final, quedó claro que seguiría sosteniendo aquel mi argumento: eso de que se trata de un contrato social al cual nos avenimos desde un comienzo, y que, en caso de querer sobrepasarlo, no tenemos más que regalar nuestro silencio (o salir del recinto).
Lo que a mí me inquieta pero me genera una agria tristeza es detenerme a meditar sobre gracias a qué algunas personas se comportan de tal manera, y es lo que tengo intenciones de expresar hoy (al menos: expresar cómo se me aparece). Yo estimo que… Merced a ver las tan variadas formas de vida; al ser yo alguien por mucho observador, escrutador incluso… alguien que inquiere los flancos de la vida; por disponerme a la escucha, abrirme a mis semejantes, llego a saber, ¡también por mis situaciones biográficas, claro!, cómo resulta de difícil esta nuestra condición. ¡Cómo esta vida nuestra llega a ser un constante flagelo; una escalonada hacia el desespero! Es aquí, y parafraseando a mi hermano, donde podríamos decir que se trata de un laberinto, que la vida es un laberinto y que de él no es posible salir, o, dicho con las palabras de Grabbe, que de este mundo no podemos caernos. ¡Estamos en el mundo! ¡Qué responsabilidad!
¡Ah, lectores míos! Pero tal parece que rehuimos la responsabilidad. Viene ahora a mis pensamientos las palabras de un amado amigo: «¡¿Al final es esto la vida?!». ¡Y sí! Acaso que a ‘esto’ le atribuyamos algún equívoco significado. La vida es un acontecer de mundanidad, una retahíla de invariedades, ¡sí, las más de las veces! Pero el error es considerarla distinta, como si no se tratara más que de un ininterrumpido carnaval. Podría yo establecer ahora qué más pienso de la vida, pero sin dudas me faltaría espacio, por lo que prometo no demorar más esta perorata.
Les digo, reflexiono ahora con ustedes, me ubico incluso en el mismísimo banquillo de los acusados (¿quién podría evitarlo?) y les estrecho la mano. Entiendo que acaso la vida no sea más que una penosa exigencia que, aun sumidos en el anonimato, nos unce al yugo del deber; entiendo que quizá la insensible dirección de los aparatos estatales nos abra o cierre los caminos según su parecer. Para resumir, diré: entiendo que, en caso de funcionar el Estado todo lo bien que podría esperarse —desearse incluso—, muchas quejas no serían pronunciadas; que el envilecimiento es también un síntoma recíproco. ¡Pero es que precisamente! No hay que retorcer lo torcido, como así bien sabemos que tantas veces no es posible enderezarlo, pero lo que no deberíamos permitirnos es clavar nuestras quejas con intenciones vindicativas. ¿Y por qué no? Pues, porque eso demuestra meridianamente que nos encontramos en el sitio equivocado: nos muestra cómo la queja nace del verdugo.
El problema no es el deber que tenemos para con el Estado, el problema es el deber que tenemos para con nosotros, y el deber que tenemos es dominar nuestra vida. La individual; la de cada uno. No sea que la perdamos de tanto llevarla suelta o arrastrando. No se trata de quién nos puso en el mundo, sino de cómo lo vemos. Cuando cambie nuestra mirada, todo cambiará.
¡Cambiar nuestras miras! ¡Es ese el impuesto que nos debemos!
__________________________________________________________________________________________________________________________________________
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.