Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Pues bien, ocurre que hoy se nos han puesto de moda —¡¿y qué no se ha puesto de moda?!— los influentes de libros, los famosos bookstagramers (aquellas personas que promueven la lectura y los libros a través de las redes sociales). Hasta allí no habría problema alguno, e incluso lo contrario, pero ocurre que la mayoría de ellos se encuentran bien inclinados a tomar la lectura como si se tratara de algo que hay que absorber a cantidades, ¡y lo que es peor!, con celeridad pasmosa.
Hace no mucho tiempo fui a dar con el perfil de uno de estos sujetos y, al entrar en una de sus publicaciones, me encontré con la leyenda que da nombre a esta nota, y yo, como si de un proceso inmunológico se tratase, sentí un incómodo sentimiento a medio camino entre la repulsión y la desolación más pura. Digamos: un sentimiento de náusea. Y así, con náusea y todo, me detuve a cavilar sobre esa suerte de invitación; sobre eso de leer centenares de libros. ¡Cosa tonta si la hay, Dios mío!
Pero no quedó allí —mi inquietud, digo—, comencé a pasar revista a mi memoria, tratando de dar con afirmaciones de algunos de mis mentores, y todos, ¡y con qué semejanza!, se referían a lo mismo: leer de manera dispersa, a ritmo pausado, varios libros a la vez, a veces recomenzando, otras abriendo el libro al azar, etc. Y son prácticas de personas como Unamuno, Machado, Sabato, Campbell y paremos de contar. Pero también soy yo —y sin aspirar a ser acomodado a la diestra de aquellos altos señores— quien lee de esa manera que siempre estimé consecuente con cierto estado de cosas. Hace algunos años escribía en mis cuadernos esta reflexión:
«Siempre que veo los libros en esa suerte de letargo esperándome en mis estantes, siento un leve reproche y una ferviente ansiedad por leerlos con rapidez. Sin embargo, al abrirlos, solo me dicen que vaya muy despacio.»
Pero no contento con los antecedentes levemente sugeridos, hablé con un querido amigo a quien le prodigo enorme respeto, el bueno de Emmanuel Taub, asiduo lector desde sus tempranos 17 años, que en algún momento de su vida llegó a leer 40 libros al año y que en su haber tiene alrededor de 3 000. Aunque debemos tener en cuenta que ya ha excedido los 40 años, que es especialista en Diversidad Cultural, licenciado, magister y doctorado; que es escritor —lo que acusa una ineludible necesidad de lectura— y que adolece de un potente encendimiento intelectual. Y así y todo, atendamos la cifra antedicha: 40 libros al año en su punto álgido. ¡Y claro! Porque leer, leer, se lee con cabeza y corazón, y no con el estómago. Que la lectura es un camino parsimonioso, porque las palabras encierran todo un mundo en sí mismas, ¡y tanto, que al mundo dan nombre! Porque hay que andarse con mucho cuidado a la hora de enfrentarse con ellas, ya que si se comprenden mal —lo que suele ser común— no hacen más que producir fatalidades; cosa homóloga a la que ocurre con el alimento, puesto que si se come con voracidad y no se mastica bien, puede ahogarse uno, puede morir uno (ya vemos cómo se nos ajusta maravillosamente la metáfora alimentaria). Porque también la lectura lleva su propio y muy peculiar proceso de maduración (de digestión) y no debemos apresurarnos a echar bocado, menos todavía si el plato está demasiado caliente o nuestros dientes no se han desarrollado como es debido.
¿O será que me afecta que hoy se pase todo por el tamiz de la utilidad, del uso indiscriminado; que me resulta intolerable que se entronice la literatura como si fuera un don de pocos, o un don que deba merecerse a costa de vaya a saber qué méritos? ¿Y es acaso, leer en cantidades ridículas, mérito alguno? ¿No seguimos echando a la cara de nuestros vecinos la estampa de la ventaja, como si nuestra vida no fuera un constante dirigirse hacia la muerte que nos iguala? ¿Y quién da un paso más allá de la muerte? Pues, que por leer 600 libros en un año, seguro que nadie.
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