Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada
Nunca tanto como hoy considero oportuno asumir uno de los aspectos de mi dualidad. Se trata de esa enojosa tendencia al abatimiento; enojosa para mis demás —esto en lugar de «los demás», ya que todos y cada uno de los que me rodean son en alguna medida míos, como yo soy de ellos—. Las más de las veces, he logrado desencajar a mi amada Johana, a uno que otro amigo entrañable y a mi madre, ¡mi santa madre! ¡¿Qué no me habrán dicho mis demás?!
Así las cosas, ocurre algo característico que es muy procedente poner de relieve. Yo, si bien llego a ensombrecerme a veces, soy de inmediato inmunológico si llego a notar la angustia en el otro. Como por inspiración, recuerdo a Pablo: «Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos». Y, por lo mismo, recuerdo a Bonifacio Palacios, a nuestro amado Almafuerte: «Avanti, ¡più avanti!, ¡molto più avanti!, ¡molto più avanti ancora!».
Así me sentía yo hace algunos días cuando hablaba con mi nuevo amigo. Ocurre que se encuentra como desolado por la actual condición del periodismo; siente, como llegó a decirme sin miramientos, que «ha muerto». ¡Muerto! Y es como si a mí me viviera algo. Siempre, al son de la palabra «muerte», un inquieto rescoldo de mi alma se agita hasta lo imposible, se enardece nuevamente y quiere derramarse de su envase. ¡Y es que se rebasa!
Tuve que tragarme sus palabras como quien bebe el trago peor, y permanecí largos minutos procurando catarlo adecuadamente (siquiera al más abyecto veneno hay que negarle el gusto, en ello reside la gloria del que permanece). ¿Había sentido yo algo de sorna en sus palabras? ¡Claro! ¿Veía acaso una lágrima en la palabra «muerto»? ¡¿Y cómo no verla?! Al decirlo, sus ojos se posaban en alguna negrura, y como que se iba yendo en la palabra; mi amigo, ¡dulce hombre!, se iba como dejando, y ya se iba; como escupiéndose, se exiliaba.
Luego, llegó el momento de llevarme hasta mi casa, ocasión que tomé provocadora como para, ¡ahora sí!, escupirme yo hacia él, pero amorosamente; darme por entero, sin estratagemas. Fijé mis ojos en los suyos y procuré clavarle algo de mi vida, esa vida quizá algo sinuosa, contradictoria, que en sí por temporadas desfallece, pero que no tolera jamás ver menguada la de sus semejantes: porque la reflejan. Mis semejantes, digo, me reflejan. ¡¿Cómo se refleja el solo?!
Tuve que aclararle que lo mío no se trató de un acto de embriaguez (porque habíamos bebido), que ese estado acaso muy intempestivo, vehemente y obstinado, no era más que la expresión de un sentimiento amoroso, lleno de una pujanza inevitable. ¡No se puede tolerar que a uno lo maten viviendo y menos todavía puede uno matarse sin dar batalla, batalla contra sí mismo hasta vencerse y salir doblemente vivo! ¿Cómo cantaban los gladiadores romanos antes de la batalla? ¿Ave, Caesar, morituri te salutant? ¡Así es! ¡Los que morirán te saludan, César! ¡Pero quien aún vocea es que no ha muerto! ¡Y por eso! ¡Por eso que prestamos batalla!
Avanti, amigo mío, ¡hacia adelante! Todos los que se crean ya muertos, despejen de sus ojos la pesada bruma que no es más que una bagatela, un artificio del destino. ¡No se crean el destino y avancen! ¡Avancen, que no estamos muertos todavía; que la muerte no es amiga del valor!
Al llegar a casa, me adormí con el arrullo de Almafuerte; con su canto viril y potente, con su garganta de oro y de fe:
«Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
nada más necesita la criatura.
Y en cualquier infeliz se me figura
que se rompen las garras de la suerte…
¡Todos los incurables tienen cura
cinco segundos antes de la muerte!».