Esta semana, en medio de los coletazos económicos producidos por la renuncia de Martín Guzmán y su reemplazo por Silvina Batakis, se conoció el índice de inflación correspondiente al mes de junio. Y como era de esperar, el dato significó un nuevo dolor de cabeza para Alberto Fernández.
Es que verdaderamente la crisis social, pero también profundamente política de un gobierno que no logra encauzar ninguna de las variables económicas, amenaza con ser aún más severa, en medio de rumores y especulaciones que no sólo dañan el bolsillo, sino también el equilibrio institucional.
Lo cierto es que el 5,3% de inflación en junio rompió además otra previsión oficial que esperaba que esa cifra no superara el 5% para poder así consolidar un relato, ficticio, acorde con ese supuesto boom de crecimiento que detalló el presidente semanas atrás. Pero eso no ocurrió.
Por el contrario, ese 5,3% significa un acumulado para este primer semestre del 36,2%, superando también los propios cálculos kirchneristas (el año pasado fue del 50,9% con una promesa de disminución para 2022) y habilitando por ende más presión tanto de trabajadores formales como informales ya sea para la reapertura de paritarias como para el mejoramiento de los montos en los planes sociales. Lo que configura un incremento de las protestas y la siempre amenazante conflictividad social que todos los gobiernos temen.
Pero la verdad es que este dato de junio también es revelador sobre el grado de deterioro de la macroeconomía argentina ya que implica -en términos interanuales, es decir de junio de 2021 a junio de 2022- que el aumento de los precios en Argentina ha sido del 64%, el más alto de los últimos 30 años. Es decir, que en estos días asistimos a la mayor pérdida de poder adquisitivo desde 1991 cuando terminada la hiperinflación del gobierno de Carlos Menem llegó al 84% ese año.
Deben ser pocos los rubros o actividades que en el último año han tenido incrementos salariales superiores al 60%, lo que habla a las claras del empobrecimiento de los asalariados, pero también de la brutal depreciación del peso argentino. Un triste ejercicio que todos y cada uno de nosotros advertimos semana a semana cuando vamos al supermercado.
Mientras tanto, las proyecciones respecto de cómo terminará la inflación este año se van actualizando también mes a mes de la mano de la evolución de estos números y ya se ubica cerca del 80%. Una carrera alocada de la que forma parte la suba del precio del dólar de la mano de la inestabilidad política, la imposición de nuevas restricciones como fue esta semana el incremento del impuesto al dólar turista y otros cepos para limitar la sangría de divisas que le quita el sueño al Banco Central.
El pesimismo, además, ya pone foco en el índice de julio, que se conocerá en agosto, y que según las previsiones tras el descalabro del dólar de las últimas semanas y su traslado a los precios, las consultoras privadas lo ubican alrededor del 7%.
Es asombroso que todo esto suceda a cuatro meses de que el propio Presidente declarara la “guerra a la inflación” de la que por los indicadores a la vista parece haber obtenido pocos resultados. Nada ha funcionado: ni el control, ni los acuerdos de precios, ni programas como Precios Cuidados, o las amenazas a los empresarios que intentan tapar el sol con un dedo. O lo que es peor, disimular su propia impotencia e incapacidad bajo el argumento de la “multicausalidad” de la inflación. La devaluación también es política.
Es que un gobierno sin rumbo, que sólo busca parches que puedan encajar en su relato; con peleas internas y su principal figura deteriorada por acción y efecto de quien ejerce el poder real en el Frente de Todos (FdT), es decir la vicepresidenta Cristina Fernández, parece ser un cóctel envenenado para lo que resta del año, pero también lo que queda de su mandato constitucional.
Es muy probable entonces que si el Presidente no puede hacer algo con la inflación, ella misma se encargue de seguir socavando su imagen, y con ello, sus chances para intentar la reelección o incluso el triunfo de su conglomerado político, el mismo que lo llevó al poder pero al que cada vez le cuesta más sostenerlo.