La condena a seis años de prisión para la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner puede significar (ojalá así sea) un punto de inflexión en esta vapuleada democracia que se encamina a cumplir 40 años en Argentina.
El tribunal dio por probado que la ex presidenta y líder del Frente de Todos defraudó al Estado Nacional en una cifra calculada en más de 84 mil millones de pesos en lo que se conoció como la causa Vialidad, que investigó la asignación de obra pública durante los gobiernos kirchneristas al meteórico empresario (amigo y socio de Néstor Kirchner), el ex bancario, Lázaro Báez.
A lo largo del juicio, Cristina Fernández nunca dio indicios ciertos de cómo creció de manera exponencial la fortuna de Báez, ni tampoco del evidente vínculo que tuvo durante sus administraciones para que muchas obras fueran adjudicadas, incluso certificadas, es decir pagadas, sin haberse concluido.
Por el contrario, la vicepresidencia intentó todo el tiempo sembrar sospechas sobre el proceso, los jueces, los fiscales y hasta elaborar una compleja teoría de persecución política que se transformó en furioso contraataque, sin las explicaciones que como funcionaria pública le debió haber dado al pueblo argentino. Por el contrario, en cada una de sus intervenciones lo que primó fue la arenga, el tono destemplado y el maltrato hacia quienes la señalan o a no piensan como ella. Un autoritarismo visceral, que eternizó al decir que los que la juzgaban eran “un pelotón de fusilamiento”.
Ese tribunal consideró también que la figura de la asociación ilícita no podía aplicarse en este caso, pese a que alguno de los jueces sí creyó conveniente avanzar en la acusación no sólo por el perjuicio al Estado sino también por la organización de un sistema de rapiña de fondos públicos que requirió una mínima coordinación entre funcionarios y empresarios.
Tampoco está de más recordar que tras la dura acusación del fiscal Diego Luciani y frente a la reacción del kirchnerismo, una burda banda de marginales intentó asesinarla frente a su departamento en Recoleta. Una condenable aberración que deberá dilucidarse pero que no eximía a Cristina de explicar lo que no explicó pese a contar con todas las garantías del debido proceso.
Más allá de eso, la vicepresidenta ahora condenada por corrupción respondió al veredicto profundizando su victimización y poniendo foco en otro aspecto de la sentencia como es la inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos que ella lee como un intento de proscripción que de ninguna manera será tal, hasta que la sentencia quede firme tras la segura apelación ante a la Cámara de Casación y eventualmente la Corte. Es decir, según los tiempos de la Justicia argentina, muchos años más.
Efectivamente, y pese a la condena, Cristina podría ser candidata en 2023 y asumir si es elegida. Pero ella misma parece haberse limitado al asegurar que su nombre no estará en ninguna boleta. Una promesa que no todos creen que pueda cumplir, pero que por lo pronto agudiza la incertidumbre sobre el futuro del oficialismo y de la devaluada figura de Alberto Fernández.
Hace un tiempo los argentinos pudimos concluir que la corrupción mata, pero en estos tiempos de inflación asfixiante, estrechez y malaria sostenida podemos asegurar que la corrupción también genera más pobreza. Son esos recursos que el Estado no tiene los que faltan en cada escuela, hospital, a los jubilados o en los servicios que no se prestan y que hace que los que menos tienen lo sufran más. Efectivamente, es Corrupción o Justicia.
Esta decisión judicial sobre la persona con mayor poder en Argentina podrá reconciliarnos con la igualdad ante la ley y ser capaz de hacernos creer que para la corrupción existe un límite. O al menos un antecedente ineludible para un país donde todo parece ser lo mismo, con la impunidad como norma.
Un punto de partida para el demorado Nunca Más de la corrupción o en todo caso, un severo llamado de atención para que la política deje de encubrir y justificar esas prácticas, la ciudadanía deje de votar a quienes así se manejen y los dirigentes entiendan que el Estado no es un botín, sino un noble instrumento para transformar la vida de sus ciudadanos.