La confirmación del contundente triunfo de Javier Milei en el balotaje, que lo transforma en el próximo presidente de la Nación, supone la reconfiguración del sistema político argentino, pero también la incógnita del nuevo ciclo que se iniciará el próximo 10 de diciembre.
Antes de intentar aproximarnos a lo que vendrá, bien vale la pena detenerse en la explicación del resultado electoral de este domingo. El hartazgo social de una economía con inflación desbordada, de ese modo de falsa superioridad moral del peronismo como único intérprete popular, del estancamiento que impide el progreso personal pero también el comunitario, entre otros, parecen haber sido los principales factores de una victoria capaz de dejar de lado la apabullante campaña de amedrentamiento que impulsó el kirchnerismo en estos meses.
Cuatro años de parálisis oficial, indicadores negativos en casi todos los aspectos sensibles, desde la inflación hasta la pobreza; prebendas explícitas como el vacunatorio VIP; casos de corrupción expuestos; aprietes a la Justicia; escaso liderazgo presidencial; asimetrías cambiarias y una generalizada concepción del Estado como una maquinaria partidaria; suman responsabilidades a la derrota.
La acertada caracterización que Milei hizo de ese proceso de deterioro nacional, de esa frustración y decepción generalizada, lo puso en la consideración incluso de sectores refractarios a la política que, pese a ello, se involucraron profundamente detrás de su candidatura. Una propuesta arrolladora capaz de dejar en el camino a la principal oposición de estos años: Juntos por el Cambio.
Pese al intento de demonización sobre su figura, “la ira se impuso al miedo” como caracterizó acertadamente el politólogo Mario Riorda. Incluso por aquellos votantes capaces de aceptar que el gobierno de La Libertad Avanza bien puede ser un salto al vacío. Al que aun así mayoritariamente los argentinos prefirieron a la pauperizante parálisis de este tiempo. Esa constante decadencia que anoche Milei anunció el inicio del fin.
No es menor la diferencia de un poco más de 11 puntos obtenida, ni el triunfo en casi todos los distritos a excepción de Santiago del Estero, Formosa y la emblemática Provincia de Buenos Aires. Milei ganó así legitimidad y compró tiempo para la implementación de sus controvertidas reformas, ante un escenario particularmente crítico, y –por ende- proclive a rápidos desencantos de su propio caudal electoral.
Lo que hoy parece ser un clima de esperanza comenzará a ratificarse o no cuando comiencen a implementarse las políticas que implican un cambio de rumbo absoluto y, por ende, de orientación ideológica. En especial en materia de lo que han sido valores indelegables del Estado en Argentina: salud y educación, principalmente. Pero también, los anunciados cambios en materia de reforma laboral, impositiva, previsional.
Ya no hay margen para especulaciones. Las cartas están echadas y un Milei empoderado tiene ahora de su lado el respaldo que dan las urnas para emprender ese cambio profundo que prometió en campaña. Mucho más después del 10 de diciembre cuando entonces ya será momento de su despegue y la confirmación o no de su diagnóstico. Eso sí, “sin gradualismos”.
Como se percibe, un golpe de timón rotundo que este domingo podrá haber iniciado la fase de no retorno. ¿Podrá Milei sostener la firmeza del mando y cumplir su contrato electoral? La Argentina residual, esa gran derrotada en este balotaje, ¿lo dejará llevar adelante ese desafío? ¿Hasta dónde la paciencia popular dará tiempo para revertir este escenario decadente que lo llevó a la Casa Rosada? ¿La tan cuestionada “casta” le bajará o subirá el pulgar en el Congreso donde no tendrá mayorías necesarias? Interrogantes abiertos para un año electoral cerrado. Milei es presidente electo y algo nuevo comienza en la Argentina pendular. Ese país proclive a admitir sin grises todo relato capaz de ilusionarla.