En un país en estado de crisis permanente, y al cumplir dos meses de gobierno, Javier Milei parece haber activado en propios y extraños el sorpresivo síndrome del no hacerse cargo.
Una extendida práctica argentina, desentendida hasta en el momento del voto, y escasamente preparada para asumir la responsabilidad de sus actos. Y lo que es peor, del escenario que se deriva de su decisión.
Una situación que quedó plasmada durante el tratamiento de la denominada Ley Ómnibus, en su tortuoso debate en el Congreso, con desbordes en las comisiones, la agónica aprobación en general y el papelón de la caída del texto en el análisis en particular en el recinto.
En este juego de desentendidos, aunque también de ingenuos e inexpertos (y porqué no despreciadores de la política) Milei parece no haber registrado que la esencia del ejercicio del poder consiste en sumar voluntades. Incluso aquellas que inicialmente no comparten tus objetivos. Así ganó el balotaje.
Pero lejos de comprender esa debilidad para transformarla en fortaleza, el gobierno de La Libertad Avanza (LLA) creyó que el 56% de los argentinos adherían sin fisuras al programa libertario (y sus modos) de entender la crisis argentina.
Ni siquiera pudo advertir que un amplio arco de partidos y referentes se mostraron dispuestos a acompañar su propuesta, y que ello no podía significar a cambio sumisión ni obediencia irrestricta.
Por el contrario, Milei agudizó las diferencias, agredió a los aliados, ninguneó a las provincias y los gobernadores (que nota al margen, también fueron votados, por lo que su legitimidad jamás podría ser puesta a prueba en un sistema federal).
Sin embargo, mucho de esto ocurrió, incluso con amenazas de desfinanciamiento y cargando culpas e insultos si no se acataba la estrategia oficial. El resultado de la vuelta a fojas cero de la voluminosa ley no es más que una consecuencia de tantas torpezas acumuladas.
Es que parece absurdo mencionar que en un sistema republicano la composición del Congreso, tanto en Diputados como Senadores es el reflejo de las últimas elecciones, y por ende, el volumen de LLA es el que pudo conseguir en la primera vuelta. Ni más ni menos. Su incapacidad es el reflejo de su predicamento.
Es por ello que sorprende aún más que se acuse a quienes no acompañaron al Ejecutivo, o a aquellos que lo hicieron de modo crítico con reparos en algunos artículos o incisos, como "traidores" a un gobierno con exceso de voluntarismo y escasa vocación de consenso para la transformación real. Eso sí, proclive al escrache y la provocación del que piensa distinto.
Pues si bien el fin nunca justifica los medios, si en verdad la denominada Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos era un hito inevitable para el plan de gobierno de Milei, su gestión debería haber puesto mayor inteligencia en la redacción de la propuesta, mayor habilidad en los modos de conseguir adhesiones, y un marcado esfuerzo por lograr esa empatía capaz de convencer a los adversarios.
Nada de eso sucedió y 60 días después estamos en la misma línea de largada de un gobierno que parece pedalear en el aire, preso de sus prejuicios ideológicos, de su fobia a la política (cuando paradójicamente la está haciendo) y de sus pretensiones fundacionales, casi mesiánica, desde una minoría parlamentaria.
Es el mismo Milei quien con su obstinación parece también desentenderse del tablero institucional en el que le tocó gobernar, pero que sin embargo busca resultados casi mágicos luego de moverse más que como Presidente como un observador privilegiado.
Por su parte, los opositores sin ninguna autocrítica y como si el pasado no los interpelara también a ellos, protestan para debilitar a Milei mientras sus seguidores lloran traiciones que no son más que el juego de los acuerdos y las mayorías, como desconociendo que este particular combo de responsabilidades y de actores de la vida política es el resultado de la decisión popular. De la democracia que supimos conseguir y su correlativa crisis de representación, donde los que ganan y los que pierden parecen no asumir ni el lugar ni el rol que las urnas les asignaron.
Desconocer tal realidad institucional, es de golpistas. No aceptarla para cambiarla, de autoritarios. Pretender congraciarse exclusivamente con los propios y generar nuevas grietas para que su relato se adapte a los deseos de El Príncipe, es de populistas.
Con un poco de todo eso, lamentablemente, Milei parece querer virar su experimento político hacia senderos tristemente conocidos y muy similares a lo que se creyó dejar atrás. Terreno de enredos y parálisis, la democracia argentina se apresta a superar nuevos obstáculos.
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