La ya indisimulable ruptura producida en la cúpula del gobierno nacional entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner ha arrastrado al Frente de Todos (FdT) a un estado de ebullición inimaginable que no hace más que expresar las distintas (y hasta contradictorias) visiones que coexisten en su seno.
Una fractura expuesta con claridad hace unos días con la votación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en el Congreso, en el que el Presidente no sólo debió recurrir a los votos de la oposición para validar la gestión de su ministro de Hacienda, Martín Guzmán, sino también para evitar un default. Pero no es la única desavenencia. Ni es nueva.
Lo cierto es que tanta tensión, asumida y reconocida tanto desde el albertismo como desde el cristinismo, no ha hecho más que poner en entredicho la continuidad institucional de una pelea que involucra nada más ni nada menos que al Presidente de la Nación y su vice, en virtud de lo que pueden ser los dos años de gobierno que todavía le restan a Fernández con semejante bomba de tiempo activada.
Ya sucedió cuando el FdT perdió las elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (Paso) en 2021 y el sector que responde a la vicepresidenta presentó sus renuncias en fila, en un claro gesto de protesta por el rumbo de la gestión, pero también con la intención de vaciar y condicionar a su propio gobierno. O las sucesivas cartas de la vice que hablaban, entre otras cosas, de “funcionarios que no funcionan” en el gabinete que ella oportunamente avaló.
Una maniobra similar fue la ejecutada por el hijo de la vicepresidenta, Máximo Kirchner, cuando renunció a la jefatura del bloque en Diputados y adelantó así la negativa que el kirchnerismo más duro, y obviamente La Cámpora, le dio al acuerdo con el Fondo en ambas cámaras.
En Mendoza esta pelea se sigue con expectativa, como en todo el país. Sólo que aquí es otra mala noticia que se suma a los problemas que acarrea una dirigencia partidaria como la del peronismo que ha debido hacerse cargo de sucesivas derrotas, y por ende, de no lograr interpretar el voto mayoritario de los mendocinos. Incluso, con gobiernos nacionales y ciclos políticos disímiles como los de la propia Cristina, Mauricio Macri o ahora Fernández.
Durante este tiempo, y pese a las derrotas, el PJ local que comanda la senadora nacional camporista Anabel Fernández Sagasti se apalancó en el favor de la Casa Rosada, y con ello, en la articulación de planes, programas y obras que vía Nación se pudieran implementar en la provincia, particularmente en los 6 municipios que el peronismo conduce.
Este nuevo escenario de confrontación interna nacional puede -en cualquier momento- modificar el mapa, los actores y hasta las prioridades e interlocutores de un gobierno ya de por sí debilitado por sus errores en el manejo de la pandemia y, fundamentalmente, de la economía; con resultados muy pobres que se reflejan en los índices de inflación, pero también en los sondeos de opinión que expresan la pérdida de confianza y el deterioro de las expectativas de los argentinos.
Si bien aquí en Mendoza es el cristinismo el que maneja la estructura partidaria, son los intendentes (algunos peronistas más clásicos) quienes se ofrecen como la posibilidad de la renovación y recuperación del poder. Pero ellos también tienen diferencias de criterio, casi las mismas que se exhiben en la Nación aunque más disimuladas.
Y por lo pronto, se sienten como hijos de padres en proceso de separación, sabedores que más allá de que haya divorcio o reconciliación la pelea actual los perjudicará cuando en 2023 se deba elegir nuevamente gobernador e intendentes.
Un laberinto muy complejo en el que saben que la única opción que los puede hacer encontrar la salida es una palabra que todos repiten como un mantra, aunque cada quien tenga un significado distinto de lo que se entiende como “unidad”. ¿Unidos entre quiénes?, ¿Unidos para qué?, debaten en los conciliábulos peronistas. Como si en todo caso la discusión pudiera curar también las heridas ya causadas entre quienes prometieron volver mejores.